domingo, 20 de diciembre de 2009

Complot para negar el acceso al trono de Isabel II

EMILI J. BLASCO LONDRES ABC.es 20-12-09
Abdicó para casarse con la divorciada Wallis Simpson, pero la pareja se dejó tentar por la ambición y maniobró para recuperar el Trono y cerrar el paso a la futura Isabel II. Correspondencia ahora hallada del Duque de Windsor desvela un plan bien preparado, pero que nunca pudo ejecutarse.

«No puedo estar sentada a su lado y ver cómo el Duque de Windsor es desaprovechado», escribió su esposa en una carta conspirativa. Acababa de terminar la Segunda Guerra Mundial y Wallis Simpson, la estadounidense dos veces divorciada que le costó el trono a Eduardo VIII -quien fue coronado sólo por unos meses en 1936- dejaba entrever su ambición por ejercer de reina consorte del Reino Unido y los dominios británicos.
El complot estaba perfilado. El Duque de Windsor volvería a Inglaterra, compraría una finca de campo próxima a Londres -suficientemente distante para aparentar no implicarse en los asuntos internos del país, pero lo bastante cerca para que personas decisivas del establishment fueran allí a tomar el «lunch»- y esperaría. En 1946 la salud de su hermano, Jorge VI, estaba fallando y en 1949 su empeoramiento hacía temer que el Trono recayera de modo inminente en una inexperta joven. Ciertos elementos de la corte hacían correr que la futura Isabel II sería una marioneta en manos de Lord Mountbatten y su sobrino, que se acababa de casar con la Princesa. La regencia caería como fruta madura en manos del Duque de Windsor, quien podría perpetuarse en el Trono si sabía jugar bien todas sus cartas. Ese era el plan, pero nada salió de ese modo.
El Duque de Windsor nunca dejó de preocupar al Gobierno de Londres. Primero fue la crisis institucional que provocó su romance con Wallis, con la que pudo casarse tras ser forzado a abdicar; luego siguieron las incómodas actividades exteriores de la pareja, con su visita a Hitler en 1937, y un periplo por el exterior, con recalada en la España de Franco, que no dejaba de levantar suspicacias. Se temía que, en caso de una ocupación de Gran Bretaña por parte de los nazis, Eduardo VIII se prestara a ser reinstaurado, dando legitimidad a los invasores.
En realidad, el verdadero intento de los Duques de Windsor por ocupar el Trono británico se produjo al término de la guerra, como ahora revela la correspondencia que mantuvieron con Kenneth de Courcy, un aristócrata y confidente de ambos que procuró aprovechar sus contactos entre cortesanos y políticos para promover la causa del Rey abdicado. Las cartas, pertenecientes a un legado dejado a una biblioteca de California, han sido halladas por Christopher Wilson, autor de biografías de varios miembros de la Familia Real.
Las cartas, remitidas o recibidas por los Duques de Windsor durante su tiempo de residencia en Francia, comenzaron en la primavera de 1946. Las referencias, primero veladas, fueron luego algo más explícitas, aunque siempre evitando cualquier riesgo de ser acusados de traición. En verano de ese año, Wallis escribió: «Estamos siempre ocupados dando vuelta a las cosas en la cabeza una y otra vez; no hay duda de que algo hay que hacer».
La arterioesclerosis de Jorge VI, quien inesperadamente y con reticencias se había convertido en Rey tras la abdicación de su hermano, se complicó seriamente en 1949, momento en el que el complot estaba ya más maduro. «El Rey está gravemente enfermo y fuera de circulación», escribió De Courcy, «y no volverá a estar en circulación otra vez (...) El Rey afronta la temible tragedia de perder primero una pierna y luego la otra (...) El Rey estará capacitado para hacer extremadamente pocas cosas y además los que están a su alrededor ganarán más y más poder. Puedo decir del modo más confidencial que la regencia ya ha sido discutida y parece suficientemente probable que dentro de poco será nombrado».
De Courcy, sin aclarar los apoyos que había ido recavando, probablemente confiaba de modo ilusorio en el temor que detectaba en los círculos monárquicos a un vacío de poder en el palacio de Buckingham y un posible incremento de influencia del Conde de Mountbatten, a quien se atribuían ambiciones dinásticas.
«No necesito decir», agregaba el aristócrata, «que si la regencia estuviera influida por los Mountbatten, las consecuencias para la dinastía sería fatal (...) Los Mountbatten, completamente bien informados de la situación, harán cualquier cosa en su poder por aumentar su influencia». En ese momento, la Princesa de Gales contaba con apenas 23 años, cuatro menos de los que hoy tiene el príncipe Guillermo. El hecho de ser joven y mujer, supuestamente incapaz de liderar una país salido de la guerra, hacía prever un reinado débil y sometido a influencias.
La gran oportunidad había llegado, y era descrita extensamente en una carta a la Duquesa de Windsor, que la situación presentaba como la gran rival de su sobrina política: Wallis contra Isabel, la mujer madura y experimentada frente a la inexperta heredera. «Me gustaría ver que tú y el Duque», continuaba De Courcy pormenorizando su plan, «compráis una propiedad en el campo en algún lugar cercano a Londres, que el Duque dedique gran parte de su tiempo a agricultura experimental en los aspectos más avanzados. Esto ejercería un gran atractivo sobre el país. Debería haber un rígido rechazo a ser visto en sitios que pudieran dar a los enemigos la más mínima oportunidad para lanzar una propaganda de play-boy (...) Vuestra propiedad debería estar suficientemente cerca de Londres para hacer posible que la gente fuera en coche para comer, y la lista de invitados debería ser considerada cuidadosamente».
Pero lo que el complot no podía controlar era la salud de Jorge VI, y aquí los conspiradores perdieron la partida. El Monarca experimentó una mejora temporal y pudo vivir, «andando con la muerte», como lo describió Winston Churchill, hasta el 6 de febrero de 1952. Entonces a punto de cumplir 26 años y con una acelerada pero concienzuda preparación, Isabel II ascendió al trono sin que nadie planteara la posibilidad de una regencia.
Truncadas sus ilusiones, Wallis proyectó su odio hacia los británicos. «Odio ese país. Lo odiaré hasta que me vaya a la tumba», afirmó cuando sus opciones se habían esfumado, según una biografía publicada en 2005 por Charles Higham. La Duquesa no acudió al entierro de su cuñado, y tanto ella como su marido se quedaron en París el día de la coronación de Isabel II. Su vida continuó entre la capital francesa, Nueva York y Palm Beach. Él murió de cáncer en 1972, a los 77 años; ella vivió hasta 1986. Ambos fueron enterrados en los dominios del castillo de Windsor, en un cementerio para miembros de la realeza, pero no soberanos.

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