domingo, 24 de octubre de 2010

El bulo (mundial) del Caudillo se desvanece

El general Franco y Adolfo Hitler durante su entrevista en Hendaya, en 1940.
LUDGER MEES 24/10/2010 http://www.elpais.com/
Ayer, 23 de octubre, se cumplió el 70º aniversario de la famosa reunión celebrada entre Franco y Hitler en la estación fronteriza de Hendaya. Fue la única ocasión en la que el Caudillo vio personalmente al Führer para poder agradecerle efusivamente la ayuda prestada por el dictador alemán durante la Guerra Civil. La reunión -incluida una cena de gala- duró nueve horas y su único resultado tangible fue un protocolo secreto redactado por los alemanes y acordado con los Gobiernos italiano y español en el que España se comprometió a intervenir en la guerra contra Inglaterra después de haber sido provista de la "ayuda militar necesaria para su preparación militar". Como contrapartida, Alemania facilitaría ayuda económica, alimentos y materias primas al régimen español, autorizando la "reincorporación de Gibraltar" a España y compensando el esfuerzo bélico del país con la cesión de unos "territorios en África" sin determinar.
Pocos años después comenzó la construcción de la leyenda de Hendaya por parte de los dirigentes del régimen y sus hagiógrafos, una leyenda que se iba convirtiendo en un pilar esencial del mito fundacional del franquismo. Según esta leyenda, fue la astucia de Franco la que le permitió resistir ante las presiones del dictador alemán para que España entrara en la guerra al lado del Eje. Haciendo gala de una hábil prudencia, el Caudillo supo parar las pretensiones del Führer y así salvaguardar la libertad de su país e impedir la catástrofe que hubiera supuesto un nuevo compromiso bélico. La construcción de esta leyenda se culminó con un éxito notable, pues todavía hoy día, y pese a las aplastantes pruebas aportadas por los historiadores en sentido contrario, la idea de que, gracias a una jugada táctica genial, Franco sacó a España de la II Guerra Mundial, es casi vox pópuli. Una parte no insustancial de este éxito se debe a las potencias occidentales a cuyos Gobiernos, en tiempos de la guerra fría, esta leyenda vino bien para justificar la incorporación de la dictadura franquista como nuevo aliado en el frente anticomunista, en lugar de eliminar este vestigio obsoleto del pasado fascista.
Sin embargo, 70 años después ya no puede haber lugar a la mitificación de aquel encuentro. Gracias a las investigaciones de varios historiadores, sabemos bastante bien lo que ocurrió antes, en y después de Hendaya, aunque una parte de las fuentes de la parte alemana se hayan perdido. El resultado no tiene mucho que ver con lo que cuenta la leyenda.
La correspondencia cruzada entre el Caudillo y Serrano Súñer, cuando el ministro de Gobernación y poco después ministro de Asuntos Exteriores se encontraba en Berlín para hablar con Von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores alemán, y con el mismo Hitler, no corrobora la imagen del cuñadísimo como ferviente defensor del compromiso militar de España y Franco como freno de estas pretensiones. Al contrario, en las cuatro reuniones de septiembre Von Ribbentrop trató a Serrano de forma bastante despectiva, pues no comprendía por qué el español se negaba a ceder una de las islas Canarias para el uso de la Marina alemana, cuando, según el mandatario nazi, Franco debía su triunfo en la Guerra Civil a la ayuda alemana. El español se sentía ofendido en su orgullo, pero recibía de su jefe respuestas e interpretaciones mucho más positivas que confiaban en la buena voluntad de Hitler y su supuesta comprensión de las posturas españolas, achacando los problemas a la exagerada autoestima y el deseo de protagonismo de Von Ribbentrop. En todo caso, el hecho de sentirse tratado más como un Gobierno satélite que como un potencial aliado militar contribuyó a temperar la desbordante germanofilia de Serrano Súñer, lo que también le hizo ver una hipotética entrada en la guerra con otros ojos.
Antes de llegar a Hendaya, Hitler ya había sacado la conclusión de que en ese momento la entrada de España en la guerra habría sido más un lastre que una ventaja para los intereses del Eje. Por una parte, conocía los categóricos informes de los responsables de la Wehrmacht, que constataron que Franco no poseía nada semejante a un ejército operativo y eficaz, y que cambiar esa situación requería de un costoso esfuerzo previo de rearme. Por otra parte, los bombardeos de ciudades inglesas no estaban surtiendo el efecto deseado, de manera que se imponía la impresión de que la guerra contra el único enemigo en Europa que todavía se resistía a la hegemonía alemana iba a durar más de lo estipulado. Para ello, y eso fue el tercer y decisivo argumento, Hitler necesitaba construir una amplia entente antibritánica, en la cual la Francia de Vichy estaba llamada a desempeñar un papel importante, sobre todo para cubrir el flanco africano contra los británicos y sus aliados de la Francia libre liderada por De Gaulle. Y el mariscal Pétain, presidente de la Francia colaboracionista, quiso demostrar que la confianza que Hitler depositaba en él y su régimen estaba justificada: en septiembre, las tropas de Vichy rechazaron un intento de ocupar Dakar por parte de los británicos y franceses de De Gaulle. Hitler estaba convencido, por tanto, de que si cedía ante las exigencias de Franco pagándole su entrada en la guerra con el traspaso -una vez ganada la guerra- de territorios hasta entonces franceses en África, esta concesión iba a provocar la masiva deserción de las tropas francesas en aquellos territorios coloniales y el inevitable avance de los británicos. Mussolini compartía totalmente esta valoración.
En Hendaya no hubo, por tanto, ninguna presión directa con el fin de forzar a Franco a entrar en la guerra. Hitler entendía el viaje más bien como un viaje de exploración, cuyo objetivo era el de mediar y consensuar los diferentes intereses defendidos por sus aliados en el bando antibritánico. Su mensaje era claro: todo lo que obstaculiza la consecución y puesta en práctica de esta entente bajo la hegemonía de Alemania perjudicaba a la guerra y retrasaba la victoria final. De ahí también el tremendo enfado del Führer al salir de su reunión con Franco -a Mussolini le dijo que prefería que le sacaran tres muelas antes de tener que estar otra vez nueve horas con Franco-. ¿Cómo podía un don nadie, que le debía a él su puesto, insistir en unas reivindicaciones territoriales a sabiendas de que la realización de las mismas tenía necesariamente que resquebrajar la alianza con Vichy y, por consiguiente, ayudar al enemigo?
Paul Preston está en lo cierto cuando afirma que si la España franquista no entró en la guerra, no fue el resultado de ninguna genial estrategia para evitarlo: quedó fuera porque Franco tuvo suerte. Suerte porque en septiembre y octubre de 1940 Hitler, todavía en la cúspide de su poder pero inquieto porque Inglaterra se le estaba resistiendo, estaba convencido de que Pétain le ofrecía mucho más que Franco. No es posible saberlo hoy, pero no es nada descabellada la hipótesis de que si el asalto británico a Dakar se hubiera saldado con éxito, y si, debido a ello, Pétain no hubiera tenido la oportunidad de lucirse y hacer subir sus acciones en la bolsa del poder nacionalsocialista, Hitler habría estado más receptivo ante las reivindicaciones territoriales del Caudillo. Así, una vez satisfecho su sueño de grandeza africanista, el Caudillo habría conseguido el botín que buscaba como recompensa para la entrada en la guerra. Sin embargo, la suerte redujo su participación militar activa al envío de los casi 50.000 soldados de la División Azul con el uniforme de la Wehrmacht al frente del Este.

jueves, 7 de octubre de 2010

Orgías en la corte de Guillermo II

ABS.es EFE / BERLÍN 21/09/2010
Un paquete de cartas anónimas ha sacado a la luz un gran escándalo de orgías y duelos a muerte en la puritana corte del emperador Guillermo II de Alemania, que intervino personalmente para tratar de atajarlo.
«Escándalo en el pabellón de caza de Grunewald: masculinidad y honor en el imperio alemán» es el título del libro que acaba de publicar el historiador Wolfgang Wippermann, en el que revela con todo lujo de detalles el desarrollo de una fiesta de la nobleza que degeneró en una sonada orgía.
Un total de quince miembros de la corte del rey prusiano -9 de ellos hombres y 6 mujeres- participaron en el encuentro sexual una noche de enero de 1891 en el más antiguo palacio berlinés que se conserva, tras una jornada de caza en los bosques de Grunewald, según se desprende de las 246 cartas anónimas estudiadas por Wippermann.
Éstas revelan que en el selecto grupo figuraba la propia hermana mayor del emperador, pero también el maestro de ceremonias imperial, Leberecht von Kotze, y el príncipe Federico Carlos de Hesse, marido de otra de las hermanas del monarca, así como otros príncipes, duques y duquesas, condes y condesas, muchos amigos íntimos de Guillermo II.
El escándalo se extendió a lo largo de cinco años, el tiempo en el que fueron enviadas las cartas anónimas, muchas ilustradas con fotografías pornográficas en las que se recortaron las caras de sus protagonistas para ser sustituidas por los nombres de las personas que participaron en la orgía de sangre azul.
Las misivas revelan además la práctica de actos sexuales rechazados e incluso prohibidos por la ley en la estricta y puritana sociedad prusiana de la época, como las relaciones homosexuales entre hombres o mujeres o el adulterio.
Llamativas revelaciones
Descubiertos en el histórico y policial Archivo Secreto Prusiano, en el barrio berlinés de Dahlem, los anónimos revelan que Alide von Schrader, esposa del maestro de ceremonias, mantuvo en la cita prácticas lesbianas, mientras que el príncipe Aribert von Anhalt practicó sexo anal con otro de los invitados.
Las cartas se ceban especialmente con el conde de la familia Hohenzollern Friedrich von Hohenau, amigo íntimo del emperador, y su esposa Charlotte, el primero por su notoria homosexualidad y la segunda por acumular amantes como el que llegara a ser primer ministro del Reich Max von Baden, o Herbert von Bismark, hijo mayor del Canciller de Hierro.
Pero también con el cuñado del emperador Ernst Günther, famoso por sus visitas sistemáticas a los mas lujosos burdeles berlineses, al que en las misivas se cita por su apodo más famoso, el de Herzog Rammler», que traducido libremente vendría a ser en castellano el «duque fornicador».
Impulsado por el estricto código de honor y masculinidad que regía en la época, el escándalo, que llegó a trascender a la opinión pública, tuvo un final sangriento con la celebración de duelos a pistola con varios heridos, aunque con una sola muerte, en la búsqueda del autor de los anónimos.
Esta fue la del príncipe von Schrader, que fue abatido al amanecer por Leberecht von Kotze -ambos participantes en la orgía-, en un llamado duelo de barrera, en el que los contrincantes pueden dispararse sin cesar mientras caminan para encontrarse. Los distintos duelos consecuencia de la orgía fueron incluso fomentados por el propio emperador en su celo por la salvaguardia del honor prusiano, aunque el escándalo condujo poco después a que ese tipo de enfrentamientos entre nobles acabaran siendo prohibidos por ley por el Reichstag, el Parlamento germano.
Lo que el historiador Wippermann no ha podido desvelar con absoluta seguridad la autoría de los más de dos centenares de cartas anónimas, todas de la misma mano, que desencadenaron el escándalo. Wippermann sospecha, sin embargo, y espera que un estudio grafológico lo confirme, que la autora de las cartas fue Charlotte, la hermana mayor del emperador, quien se supone fue la organizadora de la cita y a quien su propia madre tachaba de «malvada».
Fallecida en 1919 en el balneario de Baden-Baden, donde recibió tratamiento psiquiátrico, la princesa Charlotte von Hohenzollern era al parecer, según los historiadores, una reina de «la conspiración y el cotilleo».

domingo, 3 de octubre de 2010

La hora terrible de los vencidos

Expulsados de la región de los Sudetes como consecuencia de la represión aliada tras la derrota alemana.- GALAXIA GUTENBERG
Giles MacDonogh, fotografiado ayer en Barcelona.

JACINTO ANTÓN 02/10/2010 http://www.elpais.com/diario/

Vae Victis! ¡Ay de los vencidos! A ningún pueblo como al alemán al acabar en 1945 la II Guerra Mundial se le puede aplicar tan precisamente la frase de Breno, el caudillo galo que justificó con el peso de su espada la falta de contemplaciones con los romanos derrotados. La vida se convirtió en un infierno para muchísimos alemanes, cuando buena parte del mundo se felicitaba por el fin de la contienda más atroz jamás librada. La historia de los terribles padecimientos de los grandes perdedores de la guerra ha pasado en buena parte inadvertida no solo porque el castigo y la venganza de los enemigos parecían consecuencia lógica, y hasta justa, de los pecados del III Reich, sino porque los propios alemanes afrontaron a menudo esos sufrimientos con sentimiento de culpa. De todos esos sufrimientos escribe el historiador británico Giles MacDonogh (Londres, 1955) en su impresionante ensayo Después del Reich, crimen y castigo en la posguerra alemana (Galaxia Gutenberg).
Los aliados llegaron acompañados por el odio y las poblaciones sometidas por los nazis se cobraron las cuentas en horrenda moneda de sangre. Los vencidos fueron internados en campos de concentración -a menudo en los propios lager nazis- en condiciones atroces, deportados, sometidos a marchas de la muerte y sevicias sin cuento, a torturas dignas de los peores especialistas de la Gestapo; fueron masacrados, violados, humillados hasta límites inverosímiles. En Praga, por poner solo un ejemplo, hubo una quema de alemanes colgados en fila de las farolas, como antorchas vivientes: la mayoría eran miembros de las SS, pero los checos no eran muy meticulosos al diferenciar los uniformes e insignias y también incineraron vivos a soldados de la Wehrmacht.
La noche del 5 de mayo de 1945 hombres, mujeres y niños alemanes refugiados en una escuela fueron sacados al patio de diez en diez y fusilados; los supervivientes hubieron de desnudar y enterrar los cadáveres, protagonizando escenas que no hubieran desentonado en Babi Yar. En la Könisberg sometida a la ocupación brutal de los rusos la hambruna provocó casos de canibalismo dignos del Leningrado sitiado. El general estadounidense Lucius Clay, de la comisión de Control de los Aliados, reconoció el uso sistemático de torturas a alemanes sospechosos, algunas inspiradas en las que empleaban las SS en Dachau: "Por desgracia, en el ardor de los momentos posteriores a la guerra recurrimos, para obtener pruebas, a medidas que no habríamos utilizado una vez extinguido dicho ardor".
En su pormenorizado y conmovedor viaje a la experiencia alemana de la derrota, MacDonogh combina las estadísticas -más de tres millones de alemanes muertos después de que acabara oficialmente la guerra, 16.500.000 civiles expulsados de sus hogares, 200.000 niños nacidos en 1946 fruto de las violaciones- con entrevistas realizadas a testigos de los hechos.
MacDonogh, un hombre tranquilo con ese extraordinario sentido de la anécdota relevante que tienen los buenos historiadores británicos para amenizar y humanizar sus trabajos, llegó al tema como desarrollo natural de un libro sobre Prusia en el que ya abordó las consecuencias de la derrota de 1945. Su abuelo era un judío austriaco, su familia tuvo que huir del país y pagó tributo de dolor en los campos de exterminio.
Para el historiador, "incluso el castigo legal de los alemanes resultó muy imperfecto e injusto, algo lógico cuando se piensa que en los juicios de Nurenberg uno de los jueces no era ni siquiera jurista sino un general ruso que acusaba a los alemanes de la matanza de Katyn y que los bombardeos aliados de civiles alemanes no fueron siquiera mencionados". Los colectivos alemanes que más sufrieron fueron los del Este, los de los sudetes, los de Yugoslavia... "Si eras un nazi que vivía en Suabia no padecías tanto como un no nazi de Prusia oriental". En cuanto a los prisioneros, "en Yugoslavia los mataron a casi todos, en Polonia y en Rusia los esclavizaron, los franceses se vengaron en ellos y en los campos en EE UU murieron 100.000".
Del peligro de que su libro pueda ser usado para llevar agua al molino de la ultraderecha reconoce que en efecto existe: "Esa es la razón de por qué obras así no gustan en Alemania: parece que relativicen la culpa y alivien la responsabilidad de los alemanes por los actos que cometieron. Pero eso no debe detener al historiador, so pena de ignorar injustificablemente un período de la historia".