viernes, 9 de noviembre de 2012

El Gran Capitán en la batalla que cambió la historia

Gran Capitán frente al cuerpo de Luis de Armagnac
Recreación de la batalla de Ceriñola (1503)
 
Esteban Villarejo/Manuel P. Villatoro Madrid 09/11/2012 http://www.abc.es/
Gonzalo Fernández de Córdoba, «Gran Capitán». El eco de sus proezas aún retumban en los manuales de historia militar. En Europa y allende los mares, donde los «herederos» de sus Tercios fraguaron el Imperio de aquella joven España. Cuando muchos nombran tan alegremente a Sun Tzu, Clausewitz, Napoleón, Patton o Schawrzkopf, olvidan que fue este genio militar español quien cambiaría para siempre el «arte de la guerra»: de la pesadez medieval (caballería pesada) a la agilidad moderna (infantería).
Reconquista de Granada, victoria sin igual frente al francés en Nápoles, conquista de un nuevo Reino para sus «Señores», virrey, precursor de una nueva estrategia militar fundamentada en la infantería y visionario de un Ejército español cuyas reformas impulsaron un cambio de mentalidad que posteriormente derivó en la creación de los populares tercios españoles que acabarían dominando buena parte del mundo e invictos desde 1503 hasta el desastre de Rocroi en 1643.
Sin embargo, y a pesar de sus proezas, este cordobés nunca dejó de ser un oficial cercano a sus hombres, con sentido del honor para con el contrario, estoico y, ante todo, súbdito leal hacia unos Reyes Católicos que iniciaban en sus hombros la aventura de una nueva nación. Aunque no fueron pocas las desaveniencias acaecidas con sus «Señores», llegando a ser apartado de la «res publica» y «res militaris» de la siempre desagradecida España.
Como bien explica Fernando Martínez Laínez, periodista y coautor del libro «El Gran Capitán» (Ed. Edaf), Gonzalo Fernández de Córdoba (1453-1515) se inició pronto en la carrera militar, pues estaba destinado a dedicarse a guerrear al ser el segundo hijo de una familia noble, cobrando su nombre más poder entre los militares. Pronto se asoció su nombre a la valentía. «Una de las primeras batallas en las que intervino fue la de Albuera, cuando combatió a las huestes del rey de Portugal que habían invadido Extremadura».
«Hacia 1497, tras una breve estancia en la Corte, los Reyes Católicos le nombran "adalid de la Frontera", un grado que equivalía a capitán», explica Laínez.
Pero donde realmente comenzó a mostrar su ingenio militar fue durante la «Guerra de Granada», una campaña militar que se sucedió a partir de 1482 y en la cual los españoles pretendían expulsar a Boabdil del último estado musulmán en la Península Ibérica. «La guerra se produjo por la firme decisión de los Reyes Católicos, que querían acabar de una vez por todas con el enclave musulmán de Granada, el único territorio que quedaba para completar la unidad cristiana peninsular».
Gonzalo tomó parte en esta contienda al mando de una unidad de «lanzas» (caballería pesada con una gruesa armadura) de la casa de Aguilar, de la que su hermano era señor. «Fue una guerra larga, que duró casi diez años, y se libró a base de incursiones, asedios, golpes de mano y escaramuzas persistentes, sin grandes batallas campales», determina el escritor.
«El Gran Capitán tuvo un papel muy destacado a lo largo de toda la campaña, en especial en los ataques a Álora, la fortaleza de Setenil, Loja y el asalto al castillo de Montefrío, cercano a Granada». De hecho, algunos cronistas como Hernán Pérez afirman que, durante esta guerra. «Gonzalo era siempre el primero en atacar y el último en retirarse».
Su papel más destacado lo tuvo al final de la contienda, ya que fue una de los diplomáticos que negoció la rendición del reino nazarí de Granada e incluso actuó como espía. «Es totalmente cierto que llevó a cabo una hábil labor secreta, fomentó la división de las facciones nazaríes de Granada, negoció con Boabdil la rendición de la ciudad, y hasta acompañó al último monarca nazarí en su último viaje por España cuando este pasó a refugiarse en África», sentencia Laínez. Granada sería su principal manual de «lecciones aprendidas» para las guerras venideras.
«Pronto, su valerosa actitud y dotes de mando llamaron la atención de los Reyes Católicos, que le recompensaron con la tenencia (jefatura militar) de Antequera, el señorío de Órgiva y una encomienda», prosigue Laínez.
Sin embargo, parece que los grandes honores que recibió no fueron suficientes para Gonzalo, pues en 1495 se embarcó hacia otra gran campaña esta vez en Nápoles. Su misión era clara: detener el avance de los franceses, deseosos de expandirse militarmente con la toma de algunos territorios. «La primera campaña italiana se inició cuando el rey francés Carlos VIII invadió el reino de Nápoles (Reame) con una gran ejército. Al poco tiempo se retiró, pero dejando la mayor parte del Reame ocupado».
«Utilizando las tácticas aprendidas en la Guerra de Granada, Fernández de Córdoba, limpió Calabria de enemigos, conquistó la provincia de Basilicata y tras derrotar a los franceses en Atella entró triunfante en Nápoles en 1496», destaca el escritor. Fue tras el asalto a esta ciudad cuando se empezó a conocer a Gonzalo como «Gran Capitán». Tras tomar el lugar, volvió a España como un héroe.
A pesar de que se firmó un tratado con Francia para que cesaran las hostilidades, la paz no duró demasiado. El rey francés Luis XII había firmado un tratado con Fernando el Católico para repartirse el reino napolitano. Los franceses ocupan la mitad norte y el sur queda en poder de las tropas españolas que manda el Gran Capitán.
Pero pronto se iniciaron las discrepancias entre españoles y franceses por cuestiones fronterizas, lo que provocó que en 1502 se reiniciara la guerra después de que los franceses trataran de nuevo de tomar Reame. El «Gran Capitán» no lo dudó y se dispuso a enfrentarse a los enemigos de España. Una de las primeras batallas de esta guerra fue la de Ceriñola (Cerignola), en la que Gonzalo tendría que hacer uso de toda su experiencia militar para lograr salir victorioso.
La batalla de Ceriñola sin duda cambió la historia, y es que, si hasta ese momento la fuerza de los ejércitos se medía en base a la cantidad de caballería pesada de la que disponía, tras esta lid la mentalidad militar evolucionó y comenzó a primar la infantería. La batalla se desarrolló en un diminuto punto de la Apulia italiana situado en lo alto de una colina cubierta de viñedos y olivos. En ella, las tropas del «Gran Capitán» se defendieron de los atacantes franceses, tras verse obligados a retirarse en varios enfrentamientos.
De hecho, el «Gran Capitán» demostró antes de la batalla su mentalidad innovadora y revolucionara. Y es que, para llegar a la ciudad Ceriñola y poder preparar las defensas concienzudamente antes del ataque de los franceses, Gonzalo forzó a sus caballeros a hacer algo nunca antes visto y que suponía una afrenta a su honor.
«El Gran Capitán obligó a los caballeros de su ejército a llevar infantería en la grupa de sus monturas en la marcha hacia Ceriñola, por terreno arenoso y próximo a la costa, lo que hacía muy fatigosa la marcha. Eso era algo que no se hacía nunca, pero mejoró la movilidad y la moral de la tropa y le permitió ganar tiempo. Fue una muestra más de su ingenio táctico», explica el experto.
Este acto hizo que los españoles ganaran tiempo y les permitió preparar las defensas de la ciudad, que consistieron en cavar un foso y una pared de tierra alrededor de Ceriñola, lo que les permitía aprovechar la situación elevada del enclave. Además, el «Gran Capitán» pudo establecer una estrategia que más tarde sería reconocida como un preludio de la guerra moderna.
Los franceses no se hicieron esperar y, a los pocos días, su comandante, Luis de Armagnac, dejó ver a sus tropas. «Por el lado francés, aunque varió según avanzaba la guerra, se contaban unos 1.000 hombres de armas (caballeros con armadura), 2.000 jinetes ligeros, 6.000 infantes, 2.000 piqueros suizos y 26 cañones». Por el contrario, Gonzalo tenía a sus órdenes un ejército formado principalmente por infantería: «Del lado español había solo 600 hombres de armas, 5.000 infantes y 18 cañones, más un refuerzo de 2.000 mercenarios alemanes», señala Laínez.
«En esta batalla las fuerzas estaban bastante equilibradas en cuanto a números, pero los franceses tenían mucha superioridad en caballería pesada y su artillería doblaba a la española. Por el contrario, los españoles contaban con un mayor número de arcabuceros, una fuerza que se revelaría decisiva», explica el escritor.
Para detener la fuerza arrolladora de la caballería francesa se planteó una estrategia novedosa: situar las tropas de disparo delante de las defensas. «El Gran Capitán colocó en primera línea a los arcabuceros y espingarderos (hombres armados con una escopeta de chispa muy larga), detrás a la infantería alemana y española, y más retrasada a la caballería. Él se situó en el centro del dispositivo y revisó con detalle el despliegue de toda la tropa».
Todo quedó preparado para un duro combate. Pero, antes siquiera de desenvainar una espada, el «Gran Capitán» volvió a demostrar su arrojo. Concretamente, Gonzalo se quitó el casco en los momentos previos a la batalla y, cuando uno de sus capitanes le preguntó la causa, él contestó: «Los que mandan ejército en un día como hoy no debe ocultar el rostro».
La batalla se inició con la caballería francesa cargando orgullosa contra las tropas españolas. Hasta ese momento, una de las cosas más terribles que podía ver un enemigo de Francia era a los majestuosos jinetes en marcha con las armas en ristre. Sin embargo, fueron recibidos con una salva de fuego que hizo caer a un gran número de soldados.
«Cuando se inició el fuego, las balas de los arcabuceros españoles hicieron estragos en la caballería pesada francesa, impedida de avanzar ante el foso erizado de estacas y pinchos», explica el autor. Al no poder avanzar, los jinetes, desesperados, trataron al galope de encontrar alguna fisura en las defensas del «Gran Capitán», pero su intentó fue en vano y costó la vida a Luis de Armagnac, alcanzado por varios disparos.
Tras la derrota de la caballería pesada, la infantería francesa se dispuso a avanzar, pero sufrió grandes bajas debido al fuego español. Además, justo antes de que los soldados alcanzaran la primera línea de arcabuceros y acabaran con ellos, el «Gran Capitán» ordenó retirarse a estas tropas de disparo para evitar bajas.
Después de esta estratagema, el «Gran Capitán» cargó con todos sus infantes contra las diezmadas tropas del fallecido Armagnac que, ahora, no tenían objetivos contra los que luchar al haberse retirado los arcabuceros españoles. Sin apenas dificultad, las unidades de Gonzalo dieron buena cuenta de los restos del ejército francés.
Ni siquiera la caballería ligera francesa pudo ayudar a sus compañeros, pues fueron arrollados por los jinetes españoles. «La batalla apenas duró una hora y fue una victoria total. Además, quedó como un ejemplo de arte táctico, y de la importancia de la fortificación y elección del terreno para el buen resultado de cualquier combate», destaca Laínez.
Otro escritor, Juan Granados, autor de la novela histórica «El Gran Capitán» (Ed. Edhasa) explica que «esencialmente demostró que en adelante las batallas se ganarían con la infantería. Utilizando para ello compañías formadas por soldados distribuidos en tercios, es decir, en tres partes: arcabuceros, rodeleros —soldados con armadura muy ligera armados de espada y rodela, el típico escudo circular de origen musulmán— y piqueros, generalmente lasquenetes alemanes, enemigos acérrimos de los cuadros mercenarios suizos que solía emplear Francia. Se adelantó cuatro siglos a Napoleón, huyendo de la guerra frontal y
utilizando las tácticas envolventes y las marchas forzadas de infantería».
A finales de 1503 españoles y franceses volverían a medir sus fuerzas en el río Garellano -que por cierto da nombre a uno de los regimientos del Ejército con más solera y cuya sede se encuentra en Vizcaya- donde el «Gran Capitán» dio cuenta de las huestes del marqués de Saluzzo. «El sur de Italia quedó durante más de dos siglos en poder de España. El Gran Capitán, triunfador absoluto de estas guerras, desempeñó funciones de virrey en Nápoles, donde fue querido y respetado, pero pronto las envidias y maledicencias cortesanas empezaron a actuar en su contra», señala Laínez.
Pero parece que España no podía soportar a los héroes, pues Gonzalo terminaría siendo relevado de su puesto. El escritor Juan Granados sentencia: «Tal era la popularidad de Gonzalo de Córdoba entre sus hombres, que llegaron a desear proclamarle rey de Nápoles. Algo que él nunca deseó, se hubiese conformado con ser comendador de su querida orden de Santiago. Pero Fernando el Católico era suspicaz, desconfiaba de tanto éxito, el mismo rey de Francia, a quien había derrotado, le había ofrecido el generalato de su ejército. Por otra parte, sí es cierto que Gonzalo era descuidado en sus informes a su rey, tardaba en escribirle, pero nunca había pensado en suplantarle».
El monarca pidió entonces al «Gran Capitán» un registro de gastos para asegurarse de que no había malgastado fondos reales. Fernando el Católico le reclamó claridad en las cuentas de sus gastos militares en Nápoles, algo que Fernández de Córdoba consideró humillante. Como respuesta a lo que Gonzalo consideraba una gran ofensa personal, el entonces virrey dirigió a la monarquía un memorial conocido como las «Cuentas del Gran Capitán».
Irónicamente las cuentas incluían en el capítulo de gastos cantidades tales como: Doscientos mil setecientos treinta y seis ducados y nueve reales en frailes, monjas y pobres para que rogasen a Dios por la prosperidad de las armas españolas. Cien millones en picos, palas y azadones. Diez mil ducados en guantes perfumados para preservar a las tropas del mal olor de los cadáveres enemigos, cincuenta mil ducados en aguardiente para las tropas un día de combate, ciento setenta mil ducados en renovar campanas destruidas por el uso de repicar cada día por las victorias conseguidas... y lo mejor: «Cien millones por mi paciencia en escuchar ayer que el rey pedía cuentas al que le ha regalado un reino».
Esto no debió de sentar muy bien al monarca que, a sabiendas de lo que «Gran Capitán» representaba prefirió evitar el enfrentamiento directo con él, pero no perdonó la ofensa. «El monarca decidió alejar a Gonzalo de Nápoles. A partir de entonces el Gran Capitán tuvo que adaptarse a una vida más sedentaria en sus posesiones de España. Es el destino de casi todos los héroes, una vez que han cumplido con su cometido en la guerra y llega la paz», finaliza Martínez Laínez. Sin embargo, lo que sí dejó este guerrero fue una reforma militar que duraría siglos.
La herencia del «Gran Capitán» revolucionó la forma de combatir a nivel mundial hasta la llegada de las armas de destrucción masiva. Entre otros elementos destacables se sitúan la formación de la tropa en compañías (que luego serían la unidad fundamental de los tercios) al mando de un capitán, y el experto manejo de las armas de fuego individuales del combatiente de a pie, señala Martínez Laínez.
Por otro lado, el Ejército cambió su mentalidad y comenzó a formar nuevos soldados que, además de pelear, tuvieran la capacidad de entrenarse por sí solos, hacer trabajos de fortificación y ponerse a punto con marchas y ejercicios constantes. «Este método es una herencia de las antiguas legiones romanas y creó un soldado que poco después hizo de los tercios una maquinaria invencible en toda Europa», destaca Laínez.
Además, el «Gran Capitán» creó también un nuevo tipo de unidad, la coronelía. Es el antecedente más inmediato de los tercios. Tenía unos 6.000 hombres y era capaz de combatir en cualquier terreno. Otra de sus innovaciones fue armar con espadas cortas, rodelas y jabalinas a una parte de los soldados. «La finalidad era que se introdujeran entre las formaciones compactas enemigas, causando en ellas terribles destrozos», sentencia el escritor.
Enseñanzas que fueron adquiridas por el «Gran Capitán» en la guerra de guerrillas que supuso la reconquista de Granada, con unos Reyes Católicos que depositaron en los hombros del «Gran Capitán» sus primeros pasos militares de una nueva nación en aquella vieja Europa llamada España.
 

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