Ana Juan
Que la religión y el trono fueran más importantes que la "nación" no quiere decir que no surgiera en esos años la formulación moderna del sujeto de la soberanía. Por el contrario, fue la pieza clave de la retórica liberal; y los liberales dominaron, a la postre, las Cortes gaditanas. Pero es difícil que ese discurso, elaborado en una ciudad sitiada y mal conectada con las demás zonas en que se combatía a los josefinos, fuera el resorte movilizador en el resto del país. Por el contrario, es razonable suponer que los argumentos tradicionales sobre el origen divino del poder dominaran sobre la defensa de la soberanía nacional, su justificación revolucionaria. Incluso entre los llamados "liberales", muy interesantes estudios recientes, como los de R. Breña o J. M. Portillo, subrayan la pervivencia de una herencia iusnaturalista procedente del escolasticismo que anclaba sus teorías en una visión colectivista y orgánica de la sociedad muy alejada del individualismo liberal. En el llamativo fenómeno del "clero liberal", decisivo en las votaciones gaditanas, parece detectarse más jansenismo —un proyecto de creación de una iglesia regalista, ahora nacional— que liberalismo.
Sobre la guerra en sí y su resultado final, los historiadores tienden a dar una relevancia creciente a los factores internacionales. Lo cual quiere decir prestar atención a los movimientos del ejército de Wellington, por un lado, y atender también al resto de las campañas napoleónicas, que obligaron al emperador a retirar de la Península una gran cantidad de tropas en 1811-1812 para llevarlas al matadero ruso. No por casualidad fue entonces cuando Wellington decidió por fin abandonar su refugio en los alrededores de Lisboa e inició así el giro de la guerra hacia su desenlace final. Las guerrillas, en cambio, tienden ahora a verse como grupos de desertores o soldados derrotados en batallas previas que sobrevivieron a costa de los habitantes de las zonas vecinas, a los que sometían a exigencias similares a las de los ejércitos profesionales del momento, cuando no a las del bandolerismo clásico. Y no desempeñaron, desde luego, ningún papel de importancia en la fase final, y decisiva, de la guerra.
Aquella secuencia de hechos inició toda una nueva cultura política. Uno de sus aspectos consistió, sin duda, en la creación de una imagen colectiva de los españoles como luchadores en defensa de la identidad propia frente a invasores extranjeros, lo que reforzaba una vieja tradición que articulaba toda la historia española alrededor de las sucesivas resistencias contra invasiones extranjeras, evocada por nombres tales como Numancia, Sagunto o la casi milenaria "Reconquista" contra los musulmanes. Según esta interpretación, la nueva guerra había dejado sentada la existencia de una identidad española antiquísima, estable, fuerte, con arraigo popular, lo cual parece positivo desde el punto de vista de la construcción nacional. ¿Qué más se podía pedir que una guerra de liberación nacional, unánime, victoriosa pese a enfrentarse con el mejor ejército del mundo, que además confirmaba una forma de ser ya atestiguada por crónicas milenarias? Pero el ingrediente populista del cuadro encerraba consecuencias graves. Era el pueblo el que se había sublevado, abandonado por sus élites dirigentes. Lo que importaba era el alma del pueblo, el instinto del pueblo, la fuerza y la furia populares, frente a la racionalidad, frente a las normas y las instituciones. Como escribió Antonio de Capmany, la guerra había demostrado la "bravura" o "verdadera sabiduría" de los ignorantes frente a la "debilidad" de los filósofos. Se asentó así un populismo romántico, que no hubieran compartido los ilustrados (para quienes el pueblo debía ser educado, antes de permitirle participar en la toma de decisiones), que no existió en otros liberalismos moderados (y oligárquicos), como el británico, de larga vida en la retórica política contemporánea, no sólo española sino también latinoamericana.
A cambio de esa idealización de lo popular, el Estado, desmantelado de hecho en aquella guerra, se vio además desacreditado por la leyenda. Los expertos funcionarios de Carlos III y Carlos IV, muchos de ellos josefinos, desaparecieron de la escena sin que nadie derramara una lágrima por ellos. El Estado se hundió y hubo de ser renovado desde los cimientos, como volvería a ocurrir con tantas otras crisis políticas del XIX y del XX (hasta 1931 y 1939; afortunadamente, no en 1976). A cambio de carecer de normas y de estructura político-burocrática capaz de hacerlas cumplir, surgió un fenómeno nuevo, que difícilmente puede interpretarse en términos positivos: la tradición insurreccional. Ante una situación política que un sector de la población no reconociera como legítima, antes de 1808 no se sabía bien cómo responder, pero sí a partir de esa fecha: había que echarse al monte. Nació así la tradición juntista y guerrillera, mantenida viva a lo largo de los repetidos levantamientos y guerras civiles del XIX. Una tradición que se sumó, además, a un último aspecto del conflicto que no se puede negar ni ocultar: su extremada inhumanidad. Los guerrilleros no reconocían las "leyes de la guerra" que los militares profesionales, en principio, respetaban. Ejecutaban, por ejemplo, a todos sus prisioneros. O mataban en la plaza pública, como represalia, a unos cuantos vecinos seleccionados al azar de todo pueblo que hubiera acogido a las tropas enemigas. O se fijaban como objetivo bélico los hospitales franceses, en los que entraban y cortaban el cuello a los infelices heridos o enfermos del ejército imperial que recibían cuidados en ellos. Los enemigos eran agentes de Satanás y no tenían derechos. Fue una guerra de exterminio, que inició una tradición continuada hasta 1936-1939.
Lo más positivo de aquella situación fue el esfuerzo, verdaderamente inesperado y extraordinario, de un grupo de intelectuales y funcionarios para, a la vez que rechazaban someterse a un príncipe francés, adoptar lo mejor del programa revolucionario francés: en Cádiz se aprobó en 1812 una Constitución que estableció la soberanía popular, la división de poderes o la libertad de prensa. Fue el primer esfuerzo en este sentido en la historia contemporánea de España. Un esfuerzo fallido, por prematuro, ingenuo, radical y mal adaptado a una sociedad que no estaba preparada para entenderlo. Costó mucho, hasta 1978, verlo plasmado en una forma de convivencia política democrática y estable. Ahora, que celebramos el bicentenario de aquella Constitución, es el momento de conmemorar aquel primer intento de establecer la libertad en España, en lugar de dedicarnos a exaltar la nación. Entonces era el momento de hacerlo, ya que se inauguraba una era dominada por los Estados nacionales. Pero ahora, doscientos años después, estamos ya en el momento posnacional.
José Álvarez Junco ha publicado recientemente El emperador del paralelo: Lerroux y la demagogia populista (RBA. Barcelona, 2012. 432 páginas. 29 euros) . También es autor de La Constitución de Cádiz: historiografía y conmemoración (J. Álvarez Junco y Javier Moreno Luzón, editores. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2006) y de Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX (Taurus, 2001).
Entre los últimos libros publicados sobre el tema se encuentran: Génesis de la Constitución de 1812. De muchas leyes fundamentales a una sola constitución. Francisco Tomás y Valiente. Prólogo de Marta Lorente Sariñena. Urgoiti Editores. Pamplona, 2011. 160 páginas. 20 euros (edición original: 1995). La Constitución de Cádiz. Origen, contenido y proyección internacional. Ignacio Fernández Sarasola. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Madrid, 2011. 466 páginas. 24 euros. Luz de tinieblas. Nación, independencia y libertad en 1808. Antonio Elorza. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Madrid, 2011. 356 páginas. 20 euros. Mendizábal. Apogeo y crisis del progresismo civil. Historia política de las Cortes constituyentes de 1836-1837. Alejandro Nieto. Ariel. Barcelona, 2011. 959 páginas. 49 euros (electrónico: 15,99). Otros libros publicados por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (CEPC) sobre la Constitución de Cádiz: www.cepc.es/Actividades/bicentenario_Consti tucion_1812/librosCEP.
http://www.elpais.com/ http://cultura.elpais.com/autor/el_pais/a/ Madrid, 1/02/2012
Entre 1808 y 1814, en los seis años que rodearon la fecha cuyo bicentenario se cumple ahora, se acumuló una secuencia vertiginosa de acontecimientos: un "motín", preparado por los "fernandinos" —partidarios del príncipe heredero al trono y enemigos del valido Godoy—, que obligó a abdicar al monarca en ejercicio y fue el primero de una larga serie de golpes de Estado; una sustitución de la familia reinante por otra —los Borbón por los Bonaparte—, francesas de origen ambas; un levantamiento que inició una guerra que afectaría a la totalidad del territorio y de la población peninsular y que en parte fue una guerra civil y en parte internacional —enfrentamiento entre Francia e Inglaterra, las dos grandes potencias del momento—; un vacío de poder, en la zona insurgente, por ausencia de la familia real al completo, que hubo que llenar con distintas fórmulas, hasta culminar en una convocatoria de Cortes; una Constitución, elaborada por aquellas Cortes, que, sumada a la decretada en Bayona por Bonaparte, inauguraba otra larga lista de textos constitucionales; una serie de medidas revolucionarias, emanadas igualmente de aquella asamblea, tendentes a destruir o modificar radicalmente las estructuras del Antiguo Régimen, asentadas en el país desde hacía siglos; un estallido del imperio americano, que acabaría generando una veintena de nuevas naciones independientes en América y que relegaría a la monarquía española a un papel prácticamente irrelevante en el escenario europeo; y el nacimiento de toda una nueva cultura política, a la que con mucha generosidad se llamó "liberal", que marcaría como mínimo todo el siglo siguiente.
El conjunto reviste una enorme complejidad. Pero ha sido simplificado y elevado a mito fundacional, por considerarlo el origen de la nación moderna; y se ha presentado como un unánime levantamiento popular contra un intento de dominación extranjera; como una guerra de "españoles" contra "franceses", con una victoria de los heroicos aunque desarmados descendientes de saguntinos y numantinos contra el mejor ejército del mundo, invicto hasta aquel momento; como un intento simultáneo de liberación, gracias a los diputados gaditanos, frente a toda tiranía interna o externa; o como una sana defensa de la religión, el rey y las tradiciones, traicionada por las élites permeadas por secretas sectas satánicas… Como buen relato mítico, se ha cargado de héroes, mártires, villanos, hazañas y momentos sacrosantos que encarnan los valores que sirvieron y todavía hoy deberían seguir sirviendo de fundamento a nuestra sociedad. Todo un montaje sencillo, pero no fácil de cuestionar, ni aun casi de reflexionar críticamente sobre él, sin correr serios riesgos de ser acusado de antipatriota.
Pero las investigaciones recientes arrojan muchas dudas sobre este relato canónico. El apoyo popular a la causa antifrancesa fue, desde luego, generalizado. Pero no es claro que dominara entre los sublevados la motivación patriótica, sino la reacción contra los abusos y exacciones de las tropas francesas, sumada a la galofobia o la propaganda contrarrevolucionaria de signo monárquico o religioso; y son abrumadores los datos referidos a enfrentamientos y problemas internos —muy documentados por Ronald Fraser—, por ejemplo por el reparto de levas o de los impuestos extraordinarios de guerra.
Entre 1808 y 1814, en los seis años que rodearon la fecha cuyo bicentenario se cumple ahora, se acumuló una secuencia vertiginosa de acontecimientos: un "motín", preparado por los "fernandinos" —partidarios del príncipe heredero al trono y enemigos del valido Godoy—, que obligó a abdicar al monarca en ejercicio y fue el primero de una larga serie de golpes de Estado; una sustitución de la familia reinante por otra —los Borbón por los Bonaparte—, francesas de origen ambas; un levantamiento que inició una guerra que afectaría a la totalidad del territorio y de la población peninsular y que en parte fue una guerra civil y en parte internacional —enfrentamiento entre Francia e Inglaterra, las dos grandes potencias del momento—; un vacío de poder, en la zona insurgente, por ausencia de la familia real al completo, que hubo que llenar con distintas fórmulas, hasta culminar en una convocatoria de Cortes; una Constitución, elaborada por aquellas Cortes, que, sumada a la decretada en Bayona por Bonaparte, inauguraba otra larga lista de textos constitucionales; una serie de medidas revolucionarias, emanadas igualmente de aquella asamblea, tendentes a destruir o modificar radicalmente las estructuras del Antiguo Régimen, asentadas en el país desde hacía siglos; un estallido del imperio americano, que acabaría generando una veintena de nuevas naciones independientes en América y que relegaría a la monarquía española a un papel prácticamente irrelevante en el escenario europeo; y el nacimiento de toda una nueva cultura política, a la que con mucha generosidad se llamó "liberal", que marcaría como mínimo todo el siglo siguiente.
El conjunto reviste una enorme complejidad. Pero ha sido simplificado y elevado a mito fundacional, por considerarlo el origen de la nación moderna; y se ha presentado como un unánime levantamiento popular contra un intento de dominación extranjera; como una guerra de "españoles" contra "franceses", con una victoria de los heroicos aunque desarmados descendientes de saguntinos y numantinos contra el mejor ejército del mundo, invicto hasta aquel momento; como un intento simultáneo de liberación, gracias a los diputados gaditanos, frente a toda tiranía interna o externa; o como una sana defensa de la religión, el rey y las tradiciones, traicionada por las élites permeadas por secretas sectas satánicas… Como buen relato mítico, se ha cargado de héroes, mártires, villanos, hazañas y momentos sacrosantos que encarnan los valores que sirvieron y todavía hoy deberían seguir sirviendo de fundamento a nuestra sociedad. Todo un montaje sencillo, pero no fácil de cuestionar, ni aun casi de reflexionar críticamente sobre él, sin correr serios riesgos de ser acusado de antipatriota.
Pero las investigaciones recientes arrojan muchas dudas sobre este relato canónico. El apoyo popular a la causa antifrancesa fue, desde luego, generalizado. Pero no es claro que dominara entre los sublevados la motivación patriótica, sino la reacción contra los abusos y exacciones de las tropas francesas, sumada a la galofobia o la propaganda contrarrevolucionaria de signo monárquico o religioso; y son abrumadores los datos referidos a enfrentamientos y problemas internos —muy documentados por Ronald Fraser—, por ejemplo por el reparto de levas o de los impuestos extraordinarios de guerra.
Que la religión y el trono fueran más importantes que la "nación" no quiere decir que no surgiera en esos años la formulación moderna del sujeto de la soberanía. Por el contrario, fue la pieza clave de la retórica liberal; y los liberales dominaron, a la postre, las Cortes gaditanas. Pero es difícil que ese discurso, elaborado en una ciudad sitiada y mal conectada con las demás zonas en que se combatía a los josefinos, fuera el resorte movilizador en el resto del país. Por el contrario, es razonable suponer que los argumentos tradicionales sobre el origen divino del poder dominaran sobre la defensa de la soberanía nacional, su justificación revolucionaria. Incluso entre los llamados "liberales", muy interesantes estudios recientes, como los de R. Breña o J. M. Portillo, subrayan la pervivencia de una herencia iusnaturalista procedente del escolasticismo que anclaba sus teorías en una visión colectivista y orgánica de la sociedad muy alejada del individualismo liberal. En el llamativo fenómeno del "clero liberal", decisivo en las votaciones gaditanas, parece detectarse más jansenismo —un proyecto de creación de una iglesia regalista, ahora nacional— que liberalismo.
Sobre la guerra en sí y su resultado final, los historiadores tienden a dar una relevancia creciente a los factores internacionales. Lo cual quiere decir prestar atención a los movimientos del ejército de Wellington, por un lado, y atender también al resto de las campañas napoleónicas, que obligaron al emperador a retirar de la Península una gran cantidad de tropas en 1811-1812 para llevarlas al matadero ruso. No por casualidad fue entonces cuando Wellington decidió por fin abandonar su refugio en los alrededores de Lisboa e inició así el giro de la guerra hacia su desenlace final. Las guerrillas, en cambio, tienden ahora a verse como grupos de desertores o soldados derrotados en batallas previas que sobrevivieron a costa de los habitantes de las zonas vecinas, a los que sometían a exigencias similares a las de los ejércitos profesionales del momento, cuando no a las del bandolerismo clásico. Y no desempeñaron, desde luego, ningún papel de importancia en la fase final, y decisiva, de la guerra.
Aquella secuencia de hechos inició toda una nueva cultura política. Uno de sus aspectos consistió, sin duda, en la creación de una imagen colectiva de los españoles como luchadores en defensa de la identidad propia frente a invasores extranjeros, lo que reforzaba una vieja tradición que articulaba toda la historia española alrededor de las sucesivas resistencias contra invasiones extranjeras, evocada por nombres tales como Numancia, Sagunto o la casi milenaria "Reconquista" contra los musulmanes. Según esta interpretación, la nueva guerra había dejado sentada la existencia de una identidad española antiquísima, estable, fuerte, con arraigo popular, lo cual parece positivo desde el punto de vista de la construcción nacional. ¿Qué más se podía pedir que una guerra de liberación nacional, unánime, victoriosa pese a enfrentarse con el mejor ejército del mundo, que además confirmaba una forma de ser ya atestiguada por crónicas milenarias? Pero el ingrediente populista del cuadro encerraba consecuencias graves. Era el pueblo el que se había sublevado, abandonado por sus élites dirigentes. Lo que importaba era el alma del pueblo, el instinto del pueblo, la fuerza y la furia populares, frente a la racionalidad, frente a las normas y las instituciones. Como escribió Antonio de Capmany, la guerra había demostrado la "bravura" o "verdadera sabiduría" de los ignorantes frente a la "debilidad" de los filósofos. Se asentó así un populismo romántico, que no hubieran compartido los ilustrados (para quienes el pueblo debía ser educado, antes de permitirle participar en la toma de decisiones), que no existió en otros liberalismos moderados (y oligárquicos), como el británico, de larga vida en la retórica política contemporánea, no sólo española sino también latinoamericana.
A cambio de esa idealización de lo popular, el Estado, desmantelado de hecho en aquella guerra, se vio además desacreditado por la leyenda. Los expertos funcionarios de Carlos III y Carlos IV, muchos de ellos josefinos, desaparecieron de la escena sin que nadie derramara una lágrima por ellos. El Estado se hundió y hubo de ser renovado desde los cimientos, como volvería a ocurrir con tantas otras crisis políticas del XIX y del XX (hasta 1931 y 1939; afortunadamente, no en 1976). A cambio de carecer de normas y de estructura político-burocrática capaz de hacerlas cumplir, surgió un fenómeno nuevo, que difícilmente puede interpretarse en términos positivos: la tradición insurreccional. Ante una situación política que un sector de la población no reconociera como legítima, antes de 1808 no se sabía bien cómo responder, pero sí a partir de esa fecha: había que echarse al monte. Nació así la tradición juntista y guerrillera, mantenida viva a lo largo de los repetidos levantamientos y guerras civiles del XIX. Una tradición que se sumó, además, a un último aspecto del conflicto que no se puede negar ni ocultar: su extremada inhumanidad. Los guerrilleros no reconocían las "leyes de la guerra" que los militares profesionales, en principio, respetaban. Ejecutaban, por ejemplo, a todos sus prisioneros. O mataban en la plaza pública, como represalia, a unos cuantos vecinos seleccionados al azar de todo pueblo que hubiera acogido a las tropas enemigas. O se fijaban como objetivo bélico los hospitales franceses, en los que entraban y cortaban el cuello a los infelices heridos o enfermos del ejército imperial que recibían cuidados en ellos. Los enemigos eran agentes de Satanás y no tenían derechos. Fue una guerra de exterminio, que inició una tradición continuada hasta 1936-1939.
Lo más positivo de aquella situación fue el esfuerzo, verdaderamente inesperado y extraordinario, de un grupo de intelectuales y funcionarios para, a la vez que rechazaban someterse a un príncipe francés, adoptar lo mejor del programa revolucionario francés: en Cádiz se aprobó en 1812 una Constitución que estableció la soberanía popular, la división de poderes o la libertad de prensa. Fue el primer esfuerzo en este sentido en la historia contemporánea de España. Un esfuerzo fallido, por prematuro, ingenuo, radical y mal adaptado a una sociedad que no estaba preparada para entenderlo. Costó mucho, hasta 1978, verlo plasmado en una forma de convivencia política democrática y estable. Ahora, que celebramos el bicentenario de aquella Constitución, es el momento de conmemorar aquel primer intento de establecer la libertad en España, en lugar de dedicarnos a exaltar la nación. Entonces era el momento de hacerlo, ya que se inauguraba una era dominada por los Estados nacionales. Pero ahora, doscientos años después, estamos ya en el momento posnacional.
José Álvarez Junco ha publicado recientemente El emperador del paralelo: Lerroux y la demagogia populista (RBA. Barcelona, 2012. 432 páginas. 29 euros) . También es autor de La Constitución de Cádiz: historiografía y conmemoración (J. Álvarez Junco y Javier Moreno Luzón, editores. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2006) y de Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX (Taurus, 2001).
Entre los últimos libros publicados sobre el tema se encuentran: Génesis de la Constitución de 1812. De muchas leyes fundamentales a una sola constitución. Francisco Tomás y Valiente. Prólogo de Marta Lorente Sariñena. Urgoiti Editores. Pamplona, 2011. 160 páginas. 20 euros (edición original: 1995). La Constitución de Cádiz. Origen, contenido y proyección internacional. Ignacio Fernández Sarasola. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Madrid, 2011. 466 páginas. 24 euros. Luz de tinieblas. Nación, independencia y libertad en 1808. Antonio Elorza. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Madrid, 2011. 356 páginas. 20 euros. Mendizábal. Apogeo y crisis del progresismo civil. Historia política de las Cortes constituyentes de 1836-1837. Alejandro Nieto. Ariel. Barcelona, 2011. 959 páginas. 49 euros (electrónico: 15,99). Otros libros publicados por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (CEPC) sobre la Constitución de Cádiz: www.cepc.es/Actividades/bicentenario_Consti tucion_1812/librosCEP.
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