lunes, 17 de junio de 2013

Los cadáveres del racionamiento español

CECILIO SÁNCHEZ DEL PANDO
Colas de ciudadanos ante un despacho de cartillas en Sevilla, en junio de 1940

http://www.abc.es/ ISRAEL VIANA 17/06/2013
«La situación es pavorosa, tenemos toda la provincia sin pan y sin la posibilidad ni la perspectiva de adquirirlo. Aceite hace más de cuatro meses que no se ha racionado, y de otros productos no digamos. En la provincia, prácticamente todos seríamos cadáveres si tuviéramos que comer de los racionamientos de la Delegación de Abastos», aseguraba un informe de la Jefatura alicantina de la Falange, en diciembre de 1940.
El panorama desolador que aquí se describía era el mismo que pintaban, con tintes dramáticos, los cientos de informes que regularmente enviaban los organismos oficiales del Franquismo tras la Guerra Civil. La degradación del nivel de vida en la década de los 40 fue tal, que asegurarse la subsistencia se convirtió en una auténtica lucha diaria para la mayoría de españoles, un extraordinario esfuerzo de tiempo, recursos e imaginación.
«Estábamos tan hambrientos que mi padre tenía que ir a robar uvas por la noche. Mis hermanos y yo íbamos a recoger hierbas del campo, tales como collejas, romanzas o cardos, que luego mi madre cocía para comérnoslas como verduras. No había otra cosa. Si encontrábamos una cáscara de naranja por la calle, nos la comíamos. Y yo no conocía el plátano», cuenta hoy a ABC Bienvenida Verdú, que en 1939 tenía nueve años y vivía en la pedanía albaceteña de Nava de Abajo.
Para hacer frente a esta situación, el Régimen estableció la famosa cartilla de racionamiento que hoy trae de cabeza a los venezolanos después de que Nicolás Maduro amenazara con establecerla en su país entre fuertes críticas. Pero la Venezuela de 2013 poco tiene que ver con la España de principios de la década de los 40. La reducción salarial de 1939 y el posterior estancamiento de los sueldos –que en 1950 aún se situaban en torno al 50% de los existentes en 1936– adquirieron tintes dramáticos por la escasez de los alimentos, mientras los comedores de Auxilio Social acogían a cientos de miles de familias cada día.
El sistema de racionamiento de artículos de primera necesidad se estableció en España, el 14 de mayo de 1939, mediante una orden del Ministerio de Industria y Comercio, para asegurar el abastecimiento de las familias. Poco después, otra orden fijó las cantidades que debían ser entregadas a precio de tasa, las cuales variaban si se trataba de un hombre adulto, una mujer adulta, una persona de más de 60 años (el 80% de lo que recibía un hombre adulto) o un menor de 14 (el 60% del mismo).
Las cartillas estaban clasificadas en tres categorías que iban desde la que correspondía a los que más recursos tenían, hasta la de los más pobres. Sin embargo, las cantidades establecidas oficialmente por el decreto del Gobierno –un hombre adulto, por ejemplo, debía recibir 400 gramos de pan, 250 de patatas, 200 de pescado fresco, 100 de legumbres, 125 de carne, 30 de azúcar, 25 de tocino y 10 de café al día–, nada tenían que ver con las que finalmente se entregaban a cada ciudadano. El racionamiento no cumplió su función casi nunca.
«Éramos ocho hermanos y lo de la cartilla, ¡qué va!, no nos daba para vivir. Una vez al mes nos daban un poco de leche en polvo, un pan de maíz que se deshacía en las manos y un bacalao a la semana, que entonces era la comida de los pobres. Pero no conocíamos la carne y no nos daban aceite. Cocinábamos con sebo de animal», recuerda Verdú desde Elda, cuyo padre tenía que ir a recoger esparto para cambiarlo por pan.
El hambre hacía estragos en la población y el problema del abastecimiento se convirtió en el tema estrella de las memorias de los órganos del Franquismo durante la segunda mitad de los años 40. No escondían las miserias. «Es completamente imposible vivir con las cantidades que dan en el racionamiento, que además no pueden considerarse ordinarias, pues no es corriente la regularidad en el reparto», aseguraba un informe referente a Salamanca de 1942
En estas condiciones, la única opción para asegurar la supervivencia era comprar en el mercado negro, donde los precios eran, por lo general, desorbitados para la mayoría de la población. Variaban de una ciudad a otra, y de un día al siguiente. En 1946, el estraperlo alcanzó cotas excepcionales, costando la mayoría de los productos tres veces más de media de lo que indicaba la tasa. El informe de la Cámara de Comercio de Sabadell de ese año, por ejemplo, decía que el precio del azúcar era 10 veces mayor que el oficial, y que el del pan se había multiplicado por cuatro, el del aceite por seis, el del arroz por cinco y el de las patatas por tres.
Gaspar, un alcarreño de 95 años que luchó en la guerra y después se hizo guardia civil, recuerda a las mujeres estraperlistas que venían desde Vigo y se colaban a escondidas en el cuartel de Guadalajara para comprar, a 10 pesetas el kilo, la harina que recibían las mujeres de los agentes a dos. «Nuestro sueldo era de 300 pesetas al mes y  necesitábamos comprar otras cosas. Teníamos que ir haciendo todo lo que podíamos para ir viviendo», relata.
En 1943 entraba en vigor la cartilla individual, en sustitución de la familiar, con el objetivo de llevar un control más exhaustivo del reparto. Pero aquello tampoco hizo que la situación mejorara. El racionamiento siguió siendo insuficiente durante la mayor parte de la década de los 40 y los alimentos distribuidos eran de muy mala calidad y llegaban con cuentagotas. La corrupción y el mercado negro siguieron creciendo, y el malestar de la población se hizo evidente a pesar del régimen dictatorial, según reflejaban los distintos informes oficiales.
Bienvenida Verdú, que lo vivió en sus carnes, recuerda perfectamente las continuas broncas en las colas de la Casa del Pueblo de Navas de Abajo, donde se repartían los alimentos. «Los vecinos se peleaban por coger un hueco en la fila, porque los racionamientos no llegaban a los últimos. Más de dos tortas de los mayores me he llevado yo».
Fueron 13 años de hambre y miseria con la cartilla de racionamiento en funcionamiento, que oficialmente estuvo vigente hasta abril de 1952. En esa fecha desapareció para los productos alimenticios, en una época en la que el consumo de carne per cápita se había duplicado. Pero aún hoy, si preguntamos a las generaciones de españoles que vivieron los años cuarenta, todos mantienen el mismo recuerdo: el hambre. «Me entran ganas de llorar sólo de recordarlo», concluye Bienvenida.

lunes, 10 de junio de 2013

Soldados de la tercera España en la Guerra Civil.

Combatientes republicanos escribiendo a sus familiares.
 
Manuel de la Fuente. Madrid 10/06/2013 http://www.abc.es/
Ellos no eran voluntarios de camisa azul y correajes, ni de boina roja y cruz colgando sobre el pecho, ni tampoco milicianos de alpargata y trabuco en bandolera, ni comunistas con la obras completas de Lenin bajo el brazo. Eran, simplemente, españoles bastante normales y bastante corrientes a los que la Guerra Civil les partió la vida.
Su ideología era la de sobrevivir sin hacer daño a nadie, dedicarse a su familia y al trabajo, y beberse un trago de vino el día de la fiesta de su pueblo. No hicieron la guerra para defender la revolución frente al fascismo, ni para impedir que los rojos desbarataran la Patria. Ellos, estos ciudadanos de la tercera España, la que no quería cunetas, ni checas, ni paredones, ni paseos, fueron a la batalla por motivos geográficos. Allí donde vivían fueron reclutados en levas y de ahí al frente, les gustara o no les gustara el bando en el que les tocó calar la bayoneta.
Ellos, estos miles y miles de españoles son los protagonistas de «Soldados a la fuerza. Reclutamiento obligatorio durante la Guerra Civil. 1936-1939» (Alianza Editorial), interesantísimo y original libro del historiador británico James Matthews, que cuenta con prólogo de Paul Preston.
El libro habla de cómo fueron aquellos reemplazos, de las deserciones, de la moral, de los castigos, del humor, de la prostitución y las enfermedades venéreas, de la soldada, de la comida, de los premios en coñac y del tabaco, de los pasatiempos, la correspondencia y las madrinas, de la ferocidad de las bombas... y de la ferocidad de los piojos, «los peores animales que he visto en mi vida», según el escritor George Orwell, voluntario trotskista.
Estamos ante un repaso completo a una parte de nuestra historia no necesariamente conocida. Basten cuatro datos, como explica Matthews: «En los primeros meses del conflicto, unas 120.000 personas se presentaron voluntarias para luchar por la República. Al final de la guerra y tras las levas eran 1.700. 000 hombres. Los nacionales, por su parte, reunieron en el verano de 1936 a unos 100.000 voluntarios. En abril de 1939 eran 1.260.000 hombres». James Matthews destaca que los reemplazos nacionales estaban mejor preparados que los republicanos, y cuenta también que en ambos bandos las levas no siempre fueron bien recibidas: «A nivel individual, hubo protestas en ambos bandos y tanto los emboscados como los prófugos fueron problemas a los que tuvieron que enfrentarse.
Colectivamente, hubo más protestas del bando republicano, madres que protestaban porque el gobierno se llevase sus hijos para la guerra. Pero en el bando nacional también hubo bastantes protestas de mujeres que creían ver hombres aptos en edad de movilización en la retaguardia mientras que sus hijos se enfrentaban a los peligros del frente».
Cabe preguntarse si los soldados combatían «mejor» si se satisfacían sus necesidades, más que por una comprensión ideológica de la guerra. «Sin comida y sin bebida en primera línea, las ideologías resultaban secundarias -destaca el historiador-, sobre todo para hombres que no se habían unido a la guerra como militantes políticos. Eso sí, una vez cubiertas esas necesidades los soldados luchaban mejor si habían absorbido los relatos embellecidos sobre el propósito de la guerra».
Salvando todas las distancias (gigantescas distancias), Matthews también explica que el trabajo de los comisarios republicanos y los sacerdotes nacionales guardaba ciertas similitudes: «Eran los encargados de elevar y vigilar la moral de sus soldados. También fueron guardianes de la ortodoxia de las políticas de sus respectivos bandos. Pero, además, los comisarios, tuvieron roces con los oficiales sobre sus diferentes competencias, y ayudaron a propagar las diferencias políticas dentro del bando gubernamental que tanto daño al esfuerzo de guerra».
También cree el autor que «el ejército nacional logró un nivel de disciplina más constante» y nos habla de la importancia de los reclutas de reemplazo en la contienda: «No se hubiera podido crear dos ejércitos de masas sin recurrir al reclutamiento forzoso. Pero siempre que fue posible, los dos bandos usaron soldados de élite -marroquíes, legionarios, carlistas en el bando nacional, y brigadistas y comunistas en el gubernamental- como punta de lanza en sus ofensivas más importantes. Por lo tanto la experiencia de guerra para muchos reclutas en ambos bandos fue la de mantener la línea en frentes en calma y resistir en las trincheras a la intemperie más que participar en ofensivas militares».
Soldados de reemplazo, reclutas a la fuerza, habitantes de la tercera España, la de la convivencia y la normalidad, la España a la que las otras dos helaron el corazón.
 
 
 
 

Los hijos de los Medici sufrían de raquitismo

El pequeño Don Filippino con su madre Mariana de Austria en un retrato póstumo.

http://www.abc.es/ 10/06/2013
Felipe de Médici (Florencia, 1577-1682) tuvo una corta y triste vida. El hijo pequeño de Francisco I de Médici y Juana de Habsburgo-Jagellón, el único varón tras una serie de niñas -algunas muertas en la infancia-, estaba destinado a disfrutar del poder, la influencia y la riqueza de su familia, impulsora del Renacimiento, pero apenas tenía cuatro años cuando también dijo adiós al mundo. Don Filippino, como le apodaban en la corte con cariño, tenía un hinchazón en el cráneo. Un nuevo estudio de los huesos del niño ha revelado que sufría una deficiencia de vitamina D, lo que le provocó raquitismo.
No era el único. El análisis de los esqueletos de nueve vástagos de los Médici del siglo XVI, pequeños desde recién nacidos a los 5 años de edad, muestra que tenían raquitismo, lo que causa que los huesos se vuelvan blandos e incluso se deformen. Los restos de ocho de los niños aparecieron enterrados en una cripta de la famosa Basílica de San Lorenzo de Florencia en 2004. El noveno estaba en una tumba cercana. El examen de los huesos mostró que seis de los pequeños tenían señales claras de la enfermedad: los huesos de piernas y brazos aparecieron curvos, posiblemente al doblarse cuando trataban de gatear. El pobre Don Filippino tenía un cráneo ligeramente deformado a causa de este mal, una deformidad que se aprecia en un retrato de la época de Giovanni Bizzelli que se ve en la Galería de los Oficios en Florencia.
El raquitismo se previene fácilmente por el consumo de alimentos como huevos y queso y por pasar cortos períodos de tiempo bajo la luz solar, lo que desencadena la producción de vitamina D. La enfermedad se asocia generalmente a la pobreza y la vida en ciudades muy contaminadas con poca exposición al Sol. Pero los niños Médici eran ricos. Para entender por qué tenían esta enfermedad, investigadores de la Universidad de Pisa, según publica la web de Nature, analizaron los isótopos de nitrógeno que se encuentra en el colágeno del hueso, lo que refleja la principal fuente de proteína en la dieta. Encontraron que la mayoría de los niños no eran destetados hasta los 2 años, de acuerdo con la costumbre renacentista. Según textos históricos, la leche materna solo se complementaba con papillas de pan y manzana. Con esa dieta, la ingesta de vitamina D era escasísima.
Para empeorar la cosa, los niños pasaban la mayor parte del tiempo en interiores y vestidos con amplios ropajes, así que apenas les daba el Sol. Incluso los recién nacidos tenían raquitismo. Los investigadores creen que se debe al exceso de maquillaje que llevaban sus madres o a que parieran un gran número de hijos.
Más sobre la investigación aquí.