martes, 23 de abril de 2013

El secreto de Hitler era el odio

Hitler cultivaba su carisma y cuidaba su imagen al detalle. En la foto, durante un mitin a finales de los años treinta.
 
http://cultura.elpais.com/cultura/ http://cultura.elpais.com/autor/jacinto_anton/a/  21/4/2013
Creemos saberlo prácticamente todo de Adolf Hitler, pero quedan secretos irreductibles de su personalidad y su liderazgo. Para el célebre historiador y documentalista británico Laurence Rees (Ayr, Escocia, 1957), ninguno como de qué manera consiguió arrastrar tras de sí, en la terrible espiral de la guerra y el genocidio, a millones de alemanes. A tratar de dilucidar eso y a explicar las claves de la fatal atracción del líder nazi, el autor de Auschwitz, El holocausto asiático, Una guerra de exterminio y A puerta cerrada, ha dedicado su nuevo libro, El oscuro carisma de Hitler(en Crítica, como todos los anteriores). Rees destaca en los rasgos de Hitler "su ilimitada capacidad de odio". Y advierte: "El poder del odio está infravalorado. Es más fácil unir a la gente alrededor del odio que en torno a cualquier creencia positiva".
Como persona, señala Rees, Hitler era bastante lamentable. Un tipo psíquicamente “muy dañado”, incapaz de amistades y afectos verdaderos, bañado en odio y prejuicios. “Solitario y con una visión de la vida como lucha y de los seres humanos como animales". Pero tenía carisma. "Solemos creer que el carisma es un valor positivo, pero lo pueden poseer personas despreciables", reflexiona. Rees "Lo más importante que hay que entender del carisma de Hitler es que dependía de la gente. El carisma no existe sin conexión. No se puede ser carismático en una isla desierta. Buena parte lo pone el otro". Vaya, como el amor. "Sí, la idea es que cuando sentimos una conexión especial con alguien creemos que depende de ese alguien pero en realidad depende en parte de nosotros. El carisma de Hitler procedía tanto de la gente que lo seguía como de él. Por eso ahora no lo percibimos en fotografías o películas. No nos habla a nosotros. No somos de su tiempo. Lo que ha cambiado no es él, sino la percepción que tenemos de él".
Rees explica cómo entre los propios alemanes fue cambiando la influencia del carisma de Hitler. "Personas que lo veían como un personaje ridículo o perturbado en 1928 pasaron a considerarlo un salvador en 1933". Siempre hubo, sin embargo, gente inmune a su carisma. Philipp Von Boeselager, que se conjuró para matarlo, lo encontraba indigno y decía que era repugnante verlo comer: un patán. "Bueno, pero hay que recordar que para muchos alemanes los políticos educados eran los que les habían llevado al Tratado de Versalles y al desastre: tiempos no convencionales requerían líderes no convencionales".
Había que estar predispuesto para seguir a Hitler, dice Rees, aunque él, el líder, aportaba su intransigencia, su absoluta seguridad de su papel como figura providencial, su habilidad para conectar con las esperanzas y los deseos de millones de alemanes, su descontrolada emotividad y, sobre todo, su contagioso odio. “Una de las cosas más difíciles del mundo es asumir las culpas y responsabilidades propias, todos estamos predispuestos a proyectar nuestras frustraciones sobre el otro, en forma de odio”.
¿Dependía el carisma de Hitler del éxito? "Sí, ese aspecto fue vital. Si alguien dice que va a hacer algo extraordinario y lo hace, la siguiente vez es más fácil tenerle fe. Hitler jugaba fuerte, al todo o nada, y cada triunfo fortalecía su carisma. Muchos militares, por ejemplo, que lo miraban con suspicacia, se rindieron a su genio, a su intuición, el famoso Fingerspitzengefühl, tras la larga serie de victorias que parecían inexplicables. Aunque hoy retrospectivamente no lo veamos así y Montgomery dijera que la regla número uno de la guerra era no invadir Rusia, para la mayoría parecía mucho más increíble vencer a Francia que a la URSS".
Entonces, ¿cómo sobrevivió su carisma a las derrotas a partir de Stalingrado? "Al revés que Mussolini, Hitler desmanteló las estructuras del estado, así que era más difícil apearlo del poder, además, a los alemanes se les había inculcado el miedo al Ejército Rojo y su venganza, que se iba a producir con la derrota aunque se deshicieran de Hitler, y por supuesto, Hitler incrementó el terror de su aparato represivo en proporción directa a la pérdida de su liderazgo carismático".
Hitler cultivaba su carisma. "Absolutamente, de muchas maneras pequeñas incluso. Usaba gafas pero nunca se dejaba ver y retratar con ellas. Cargaba una lupa. Hasta fabricaron una máquina de escribir especial con caracteres muy grandes para escribirle los textos que tenía que leer, la Führeschreibmaschine. También estudiaba mucho su imagen en el espejo y practicaba su famosa mirada penetrante”.
Rees señala las diferencias entre Hitler y Stalin en términos de carisma. "Stalin practicaba el carisma negativo, toda la imagen de Hitler le parecía una sandez. Con Stalin no había reglas para evitar ser asesinado. Nadie estaba seguro. En la Alemania nazi estaba claro quienes iban a ser perseguidos por el régimen, en la URSS estalinista no. Stalin unía con el miedo como Hitler con el odio".
Rees es un hombre afable, acostumbrado a tratar con la gente. Ríe y bromea a menudo pero debajo de esa capa alegre y aparentemente desenfadada se percibe la profundidad de un hombre que lleva años, toda su carrera, enfrentándose a lo peor del ser humano. Para sus libros y famosos documentales de la BBC ha entrevistado a innumerables personas que vivieron la II Guerra Mundial, soldados y civiles, víctimas y verdugos. Cuando le pregunto cuál de todos esos testigos de la barbarie le ha impresionado más, pensando que me dirá que algún miembro de Einsatzgruppen o Kenichiro Oonuki, el piloto kamikaze fracasado, se ensimisma un buen rato antes de contestar: "Toivi Blatt, un judío polaco deportado en 1940 al campo de exterminio de Sobibor, donde toda su familia fue asesinada. Blatt participó en la revuelta de prisioneros de 1943 y logró escapar con un balazo en la mandíbula. Hablábamos sobre lo que son capaces de hacer los seres humanos, y le pregunté qué había aprendido de su experiencia. Me contestó: ‘Solo una cosa, nadie se conoce de verdad a sí mismo'”.

lunes, 1 de abril de 2013

A esa tierra la llamó Florida

Como no podía ser de otra forma, Ponce de León murió a consecuencia de un flechazo indígena en 1521. En este óleo de Thomas Moran se narra su encuentro con los nativos de Florida en 1513. / Album / Photoaisa
 
http://elpais.com/elpais/eps.html http://elpais.com/autor/fernando_pajares/a/ 31/03/2013
¿Sabía que la bandera de España ha ondeado en el territorio que hoy es Estados Unidos durante 308 años frente a los 237 de la enseña de las barras y estrellas? Los tres siglos de presencia española en Norteamérica fueron una aventura tan extraordinaria como desconocida.
Centrémonos, obviando Canadá y México, en la tierra que hoy ocupa EE UU. La historia europea del hoy país más poderoso del mundo empezó cuando Juan Ponce de León llegó el 27 de marzo de 1513, hace 500 años, a las costas de una península que llamó Florida por la frescura de su vegetación y porque, como hoy, era Domingo de Resurrección, Día de la Pascua Florida.
Ponce fue el descubridor oficial de Florida, pero hoy sabemos que cuando él y sus hombres pisaron tierra, después de ser recibidos a flechazo limpio por los indios, encontraron al menos a uno de ellos que chapurreaba el español. Se cree que hubo una partida de españoles que recorrió aquella tierra (¿1499?) en busca de esclavos.
Repasemos la vida y milagros de Ponce antes de acercarnos a la asombrosa huella de España en Estados Unidos. En sus Mitos y utopías del Descubrimiento, el profesor Juan Gil, miembro de la Real Academia Española, dice que, según el cronista de Indias Gonzalo Fernández de Oviedo, Ponce nació “hacia 1474”. Otros autores apuntan a 1460. Su lugar de nacimiento pudo ser Santervás de Campos (Valladolid) o San Servos (León). Guerreó en la Reconquista hasta que, en 1493, pasó a Indias. Ayudó primero a colonizar La Española y en 1508 conquistó la isla de Borinquen, hoy Puerto Rico, de la que fue gobernador.
En 1513 pone proa a la misteriosa isla de Bimini, pero llega a la costa de Florida. Bordea sus cayos y es el primero en enfrentarse a la corriente del Golfo, clave para la navegación en los siglos venideros. Ponce no busca la fuente de la juventud. Esta fábula, como las siete ciudades de Cíbola, hechas de oro, venía de atrás. Hubo aventureros que hablaban de baños relajantes en una isla paradisíaca, llena de árboles, flores y mujeres, por supuesto desnudas. El de 1521 fue su último viaje. Los indios volvieron a recibirlo con el arco presto. Herido de un flechazo, regresó a Cuba para morir en La Habana a los 61 años. Su tumba está en la catedral de San Juan de Puerto Rico.
Ponce fue el descubridor oficial de Florida, pero no el primero en llegar. Cristóbal Colón también descubrió oficialmente América en 1492. Pero tampoco fue el primero. Según el historiador estadounidense David J. Weber, hubo exploradores asiáticos que llegaron por el estrecho de Bering. Y grupos nórdicos que se instalaron hacia el año 1000 en Terranova.
Es verdad que españoles fueron los primeros europeos en toparse con el impresionante río Misisipi (río Espíritu Santo, lo llamaron), si bien en aquel momento no estaba Hernando de Soto, como siempre se ha escrito, sino uno de sus hombres, Álvarez de Pineda. El descomunal Gran Cañón del Colorado (Arizona) también fue descubierto por españoles, aunque entre aquellos no figuraba Francisco Vázquez de Coronado, de quien se ha dicho que fue el primero en verlo: fue una partida que él envió bajo el mando de García López de Cárdenas.
San Agustín, en Florida, es la primera ciudad permanente de EE UU. Fundada por Pedro Menéndez de Avilés en el año 1565, en su impresionante castillo de San Marcos aún ondea la Cruz de San Andrés o Cruz de Borgoña, bandera de España en el siglo XVI.
Al rebuscar en la historia nos encontramos con tres asentamientos que, aunque no prosperaron, son anteriores a San Agustín: San Miguel de Guadalupe (1526), Santa María de Filipino (1559) y Santa Elena (1560), sobre la que Weber dice que sus restos estuvieron hasta finales de 1990 “¡bajo el hoyo ocho del campo de golf de los marines estacionados en Parris Island, en Carolina del Sur!”.
La investigadora María Antonia Sainz Sastre (La Florida en el siglo XVI. Exploración y colonización; Fundación Mapfre) sostiene que Menéndez de Avilés “lleva consigo al primer negro libre en la historia de Norteamérica, Juan Garrido”, y que “dispuso de tanta confianza de Felipe II que este le ofreció en 1574 comandar una gran armada para luchar contra los herejes en Flandes y donde fuera necesario”. Pero el conquistador murió aquel mismo año de tabardillo, una especie de tifus.
San Agustín desmiente que el Thanksgiving Day, la gran fiesta familiar estado­unidense, proceda de la primera comida de acción de gracias que hicieron los pioneros ingleses en Plymouth en 1621, al año de bajarse del Mayflower. Según el historiador de Florida Michael Gannon, la primera misa, celebrada por el padre Francisco López de Mendoza, y la primera comida de acción de gracias fueron en San Agustín, donde los españoles comulgaron y compartieron sus alimentos con los indios. Fue en 1564, 57 años antes del Thanksgiving Day.
La gesta española empieza en Florida y se extiende por el territorio. California, por ejemplo, le debe mucho al conquistador catalán Gaspar de Portolá y a fray Junípero Serra. El primero, desde los presidios (fortalezas militares), y el segundo, desde sus misiones. Ahí tenemos San Francisco, Los Ángeles o San Diego. Todo empezó con el apoyo de tres grandes hombres: el rey Carlos III, el conde de Aranda y el ministro de Indias José de Gálvez.
Gálvez es apellido respetado en EE UU. Más que nada por el sobrino de José, Bernardo de Gálvez. Al general Washington le hubiera costado ganar la Guerra de Independencia contra los ingleses (1775-1783) si no hubiera sido por la campaña de este joven brigadier en 1779. España apoyó a los americanos contra una Inglaterra dispuesta a devolver Gibraltar si se mantenía neutral. Según el profesor José Manuel Pérez Prendes, “este dato, que aún hoy sorprende, está recogido en documentos oficiales del Ministerio de Asuntos Exteriores del año 1966”.
La intervención de Gálvez y su flotilla fue crucial para los patriotas: despejó el puerto de Nueva Orleans y tomó la mayor base inglesa en el sur, Pensacola. Atravesó la bahía de Mobile bajo el fuego cruzado de los cañones enemigos. Lo hizo solo. Nadie más se atrevió. Por eso Carlos III le permitiría más tarde llevar el lema “Yo solo” en su escudo de armas. La ciudad de Galveston, en Tejas, lleva su nombre.
El menorquín Jorge Farragut también luchó en aquella guerra. Acabó de comandante del Ejército americano. Y de tal palo, tal astilla. Su hijo David Farragut, ya nacido en EE UU, tuvo un papel extraordinario en la guerra civil (1861-1865) al lado de la Unión, presidida por Abraham Lincoln, cuando arrebató Mobile Bay y Nueva Orleans a los confederados. Como Gálvez antes, cruzó en barco la bahía mientras bramaba: “¡Al carajo los torpedos! ¡A toda máquina!”. David Farragut, de sangre española, fue, nada menos, el primer almirante de la Armada de Estados Unidos.
Y qué decir del ‘cowboy’ americano, que no es sino un trasunto descarado del vaquero español desde el sombrero del jinete hasta las pezuñas del caballo. Como españoles eran el pastoreo, la trashumancia y el propio ganado: vacas, ovejas o cerdos llevados a América desde las marismas del Guadalquivir. Abramos un diccionario inglés: buckaroo (vaquero), sombrero, Spanish saddle (silla de montar), lasso (lazo), bronc (bronco), mustang (mesteño), cinch (cincha), chaps (chaparreras), lariat (la ­reata), hackamore (jáquima, cabestro). Por no hablar de corral, hacienda, plaza o siesta.
¿Le sorprende que un pionero americano como Daniel Boone (1734-1820) adoptara la nacionalidad española y fuera nombrado por un gobernador español comandante de un distrito de Misuri?
Volvamos al principio: la bandera española se plantó en Florida en 1513 y se arrió en 1821, 308 años más tarde, aunque la inmensa mayoría de los americanos cree que todo empezó con la colonia de Jamestown (Virginia) en 1607. Olvidan que los jesuitas establecieron allí sus misiones 37 años antes. No es extraño: la, por otra parte, magnífica Enciclopedia Británica, en su entrada sobre la historia de EE UU (Global Edition, 2009), despacha a Ponce con una línea; dedica un párrafo a Hernando de Soto y un tercero, compartido, a Menéndez de Avilés y Coronado. Reconoce como españolas San Agustín y Santa Fe (de Los Ángeles o San Francisco, ni pío), y remata el brevísimo texto con una frase que produce sonrojo: “Pese a estos comienzos, los españoles tuvieron poco que ver con el desarrollo inicial de los Estados Unidos”.
Dicen los americanos que España fue al Nuevo Mundo buscando “tres ges” (God, gold and glory: Dios, oro y gloria). No está mal visto. Pero si conocieran a fondo sus orígenes europeos, a lo mejor se daban cuenta de que el famoso “sueño americano” empezó siendo un sueño español.