viernes, 29 de marzo de 2013

Nunca tan pocos (y tan raros), engañaron tanto a Hitler

Imagen del desembarco de Normandia en dia 6 de Junio de 1944. / Robert F. Sargent. (Archivos Nacionales de Canada)
 
No eran soldados, sino un abigarrado grupo de personas extravagantes y exasperantes, en su mayoría de moralidad escasa y de lealtad dudosa, y costaban mucho dinero. Pero se jugaron la piel y contribuyeron decisivamente a ganar la guerra. La alambicada historia de los agentes dobles empleados por el servicio secreto británico para engañar a los alemanes en la II Guerra Mundial y distraer su atención de las playas de Normandía ha sido contada muchas veces, pero nunca hasta ahora de manera tan completa y apasionante (y con tanto sentido del humor) como lo hace en su nuevo libro el notable especialista en el espionaje en esa contienda Ben Macintyre.
Considerado por su popularidad como el Antony Beevor de la II Guerra Mundial librada en las sombras, el autor de otros títulos de referencia sobre el tema como El agente Zigzag y El hombre que nunca existió publica ahora en España, también en Crítica, La historia secreta del Día D, subtitulado La verdad sobre los superespías que engañaron a Hitler. El libro está dedicado especialmente a los cinco espías que formaron el núcleo de la Doble Cruz, un alambicado sistema de agentes dobles creado para confundir a los alemanes y que fueron los que consiguieron que los nazis creyeran a pies juntillas que la verdadera invasión de Europa se realizaría en Calais y no en Normandía.
Esa singular “arma secreta” de agentes que trabajaban para unos (los británicos) haciendo creer a los otros (los nazis) que lo hacían para ellos eran, describe Macintyre, Elvira Chaudoir (peruana bisexual, jugadora e inestable), Roman Czerniawski (ex piloto de caza polaco, fervorosamente patriota e inconsciente), Lily Sergeyev (francesa voluble), Dusko Popov (serbio seductor) y Juan Pujol (catalán excriador de pollos). ¿Fueron realmente tan decisivos? “No hay duda de que marcaron la diferencia. Es difícil calcular cuántas vidas aliadas salvaron, pero fueron muchas”, explica en Madrid Macintyre, un hombre tan inteligente y simpático como sus libros. “Eisenhower, Montgomery, los propios mandos alemanes, todos admitieron la relevancia de esos agentes en el éxito de la invasión del Día D”.
Le pregunto cuál es su personaje favorito de los cinco agentes dobles. Sonríe encantado. “Diré dos: Chaudoir, alias Bronx, es la más intrigante y fascinante, playgirl, bisexual, se mete en el espionaje por accidente y luego casi traiciona los planes por la muerte de su perrito. El otro, por supuesto, es Pujol, alias Garbo, por su bravado y por su uso de la inteligencia y de la palabra como armas, es un loco genial que decide por sí solo aplastar a los alemanes con el engaño”. Las técnicas de espionaje de la II Guerra Mundial, con sus palomas (Macintyre dedica un capítulo inolvidable a su uso), radiotransmisiones, túneles y tintas invisibles, “nos pueden parecer ahora algo amateurs y hasta inocentes”, continúa el autor. “Pero los británicos, Churchill el primero, se tomaban el asunto muy en serio. Estaban muy interesados en la contrainteligencia y el uso de gente con mentalidades retorcidas como sacacorchos que pudieran mirar al otro lado de la esquina”.
Los servicios secretos ingleses, señala Macintyre, se dieron cuenta de que la inteligencia alemana era muy vulnerable al contraespionaje. “Los alemanes eran muy literales, pensaban en línea recta y era fácil engañarles, tendían a aceptar datos de sus agentes sin cuestionarlos”. Había, continúa, otras razones por las que era fácil que los alemanes creyeran las mentiras. “Había una enorme corrupción en el seno de muchas de las secciones de la Abwehr, el servicio secreto militar alemán. Por otro lado, parte de la Abwehr trabajaba también contra Hitler”. Macintyre considera que los británicos contaban con otras ventajas para el contraespionaje: el sentido del humor y la capacidad de asimilar a gente extravagante en sus filas. “Definitivamente, algo muy peculiar de la inteligencia británica es su virtuosismo para reclutar y aprovechar a gente sin aparente valor y hasta muy rara. Eso tiene que ver con el gusto británico por la teatralidad y lo melodramático. Además, nos encanta la mentira. Es muy británico vivir vidas dobles”.
El escritor recuerda que muchos de los personajes del servicio secreto británico eran novelistas frustrados y grandes espías fueron novelistas: Graham Greene, Somerset Maugham, Ian Fleming… “En Madrid en 1941 los agentes británicos eran dos novelistas con obra publicada, tres no publicados y un poeta”.
El investigador está de acuerdo en que las grandes batallas —Stalingrado, El Alamein, Kursk, Midway— han dejado en segundo plano la historia del espionaje en la II Guerra Mundial. “Pero hay una nueva corriente de estudios que está sacando a la luz mucha nueva información de esa guerra secreta librada lejos de los tanques y los cañones. Sin menospreciar a los hombres del frente, la batalla del espionaje es apasionante y está llena de difíciles decisiones morales, es muy humana en ese sentido”.
Macintyre se muestra muy comprensivo con la inmoralidad de esa guerra. “A mí me enseñaron que Gran Bretaña ganó la guerra porque éramos nobles y buenos. Actualmente sé que ganamos en buena medida porque éramos malos y mentíamos”.
¿Llevamos todos un espía dentro? “Todos somos dobles agentes, unos más que otros. Todos tenemos una sombra, y amamos la idea de estar en medio de la gente escondiendo un secreto. Por eso nos gustan las historias de espías”.
El libro subraya la belleza del engaño. “Adoro el ensamblaje de una mentira complicada como la que se tejió para desviar la atención de Hitler de Normandía, hay una estética indudable en una buena mentira”.
En las historias de los cinco superespías, como en general en ese mundo, el espionaje va de la mano con las relaciones amorosas. “Son experiencias muy similares. Un doble agente en el fondo es como un amante infiel, traiciona a su controlador con otro secreto, es igual que un amor adúltero. La traición, la lealtad, la honestidad, la conveniencia, son temas que se pueden aplicar a los dos mundos, el amor y el espionaje”.
 

lunes, 25 de marzo de 2013

Las procesiones, "aquellos espectáculos sangrientos".


http://www.abc.es/ ISRAEL VIANA MADRID  25/03/2013
Resulta muy complicado saber cuándo y cómo se celebró la primera procesión del cristianismo. El Antiguo Testamento cuenta que Dios ordenó a Josué la organización de siete grandes procesiones alrededor de las murallas de Jericó. Y en el Nuevo Testamento se describe al propio Jesucristo entrando de forma procesional en Jerusalén, rodeado de una multitud de seguidores. Pero, ¿cuándo heredan los cristianos esta tradición bíblica?, ¿cómo realizaban estas manifestaciones de religiosidad populares si su religión estaba prohibida?, ¿cuándo aparecieron los primeros pasos?
«Las procesiones tienen un origen bíblico, pero los cristianos las heredarán muy tarde», asegura Manuel Amezcua, profesor de Historia de la Iglesia del Centro de Estudios Teológicos de Guadix, y canónigo archivero de la catedral y de la diócesis de la misma localidad. En los primeros siglos, la Iglesia hizo suya esta tradición, pero tuvo que restringir cualquier manifestación pública debido a las crueles persecuciones a las que eran sometidos sus valientes miembros. Durante mucho tiempo, las procesiones se celebraron dentro de los claustros y no empezaron a salir a la calle hasta los siglos X y XI, en una conquista del especio urbano que se produjo de forma progresiva.
«En España no tenemos testimonios de las primeras procesiones hasta el siglo III y IV –cuenta Amezcua–, ya que antes, además de perseguidos, los cristianos eran poquísimos. Fue a partir de entonces cuando comenzamos a tener noticias de ellas por los viajeros, según los cuales, no eran masivas».
Aquellas primeras manifestaciones furtivas surgieron fruto de la admiración por aquellos primeros mártires, a los que querían rendir cristiano homenaje mediante el traslado solemne de sus restos mortales y de sus reliquias de un lugar a otro, en grandes peregrinaciones que se producían a escondidas y en cualquier época del año.
Antes de la aparición del cristianismo ya había procesiones, llamadas «pompas», nombre griego que recibían los cortejos o comitivas en las que tomaban parte carrozas, coros, músicos o bailarines, para honrar a sus dioses paganos.
Con el paso del tiempo, la Iglesia irá filtrando y depurando estas reminiscencias paganas hasta adoptar un estilo «militarista», posiblemente por la influencia del Imperio Romano. De hecho, el término «processio» es sinónimo de «marchar» o «marcha en sentido militar», un aspecto que queda reflejado en la cruz que comenzaría a abrir las procesiones como símbolo victorioso del «Cristo, vencedor de la muerte», que venía a sustituir al estandarte que portaba la legión romana.
En los siglos V y VI nacen las primeras cofradías, que serán las grandes promotoras de las procesiones al amparo de los santuarios. «Las más antiguas son las que se vinculan a las grandes tumbas de los mártires, para cuidar los nuevos santuarios que surgen en el enclave donde el mártir fuera martirizado o enterrado. Antes no existían, ya que algunos pequeños sínodos provinciales las rechazaron por asemejarse a las asociaciones paganas», explica Amezcua, cura también durante 33 años.
Desde el siglo VIII en adelante, las cofradías van ganando terreno, surgiendo otras nuevas al amparo de diferentes colectivos. Las hay de origen nobiliario, para asegurar ciertos privilegios de la nobleza; de origen episcopal, fundadas por los obispos por obligación de los concilios para que se ocupen de los muertos y de los enfermos de cólera, tifus o sífilis; de origen étnico, creadas por grupos como los esclavos negros de Sevilla, los sevillanos en Mallorca o los riojanos en Úbeda o Baeza; cofradías como remedio al «castigo divino» de las grandes epidemias, como la peste negra, o cofradías de origen gremial, que surgen en los siglos XII y XIII. «Organizan una fiesta anual que incluye misas y procesiones en torno a su santo patrón, como San Crispín y San Crispiniano para los zapateros o San Lucas para los médicos», cuenta Amezcua.
Según explica el exdirector de la revista «Pasos de Semana Santa» y doctor de Historia del Arte de la Universidad Complutense de Madrid, Antonio Bonet, las procesiones exclusivas de la Semana Santa surgen con la aparición de las cofradías de ámbito penitencial a finales del siglo XIII. «En España se vinculan con la llegada de los franciscanos y los dominicos –comenta–. Son cofradías vinculadas con la sangre y el rosario, congregaciones de flagelantes que no llevaban prácticamente imágenes, solamente alguna cruz y, posteriormente, algún crucificado».
«La implantación de las primeras procesiones dominicas, aún sin pasos –continúa–, fue muy complicada por las quejas que recibió su filosofía de la sangre. Los flagelantes iban, muchas veces, más por el espectáculo, lo que fue derivando en abusos, en el sentido de que se convierte prácticamente en un espectáculo sangriento y no en esa especie de origen de la salvación a través del castigo».
«Santa Teresa, que no era precisamente una persona que se callara las cosas –añade Amezcua–, llamaba a estas procesiones flagelantes la “penitencia de las bestias”, porque entendía que el modo de identificarse con el dolor de Cristo es ayudar a los enfermos y no pegarse porrazos en la espalda hasta quedarse sin piel».
Para Bonet, el tema de la sangre en las primeras procesiones de Semana Santa «tiene cierto morbo», pero cree que hay que contextualizarlo en aquellos siglos en los que hay un culto muy arraigado hacia la expiación de los pecados. Hoy en día prácticamente han desaparecido, salvo en algunos núcleos como, por ejemplo, San Vicente de la Sonsierra o los empalaos de Valverde de la Vera.
«El Concilio de Letrán, en 1215, permitirá que dicha penitencia sea pública en las cofradías, pero con la obligación de que sea anónima para que nadie presuma de ello, ni trate de ganar algún prestigio. Por eso se impone el antifaz, para que para que todos sean iguales ante el hecho penitencial, desde el noble o el duque hasta la prostituta», añade el archivero de Guadix.
Hasta el Concilio de Trento (1545-1563) y, especialmente, a partir del siglo XVII, no surge la imaginería en torno a las procesiones tal y como las vemos hoy en día. Se trataba únicamente de los cofrades flagelándose mientras se paseaban por la calle. «Será este concilio en el que se establezca cómo tienen que ser algunas imágenes. Eso no quiere decir que no dejen libertad a los artistas, pero sí dicen cómo tiene que ser la tipología», aclara Bonet.
A diferencia de otros lugares del mundo, en España no hubo problemas para las cofradías que quisieron sacar los primeros pasos con imágenes a la calle.
Como hemos visto, no fue fácil su implantación en España, pero ni las persecuciones, ni la ocultación en los templos, ni las críticas pudieron con esta tradición que cumple ya casi dos milenios. A pesar de las modificaciones introducidas en los periodos recientes, lo cierto es que el sentido procesional sigue respondiendo para muchos creyentes al que le dieron aquellos primeros seguidores de Cristo perseguidos.

lunes, 18 de marzo de 2013

Roma contra Cartago, arqueología de una batalla

 
Fuente: Proyecto Baecula (MINECO y Junta de Andalucía), Instituto Universitario de Investigación en Arqueología Ibérica de la Universidad de Jaén. / HEBER LONGÁS / EL PAÍS
 
http://elpais.com/elpais/2013/03/08/media/1362773277_490531.html (Reconstrucción gráfica de la batalla).
 
http://cultura.elpais.com/cultura/ http://cultura.elpais.com/autor/alicia_rivera/a/ Madrid, 17/03/2013
Año 208 aC. Los ejércitos romano y cartaginés, a las órdenes de Escipión el Africano y Asdrúbal Barca (hermano de Aníbal), están a punto de entablar batalla. Asdrúbal domina un cerro estratégico en el que se ha instalado ante la llegada de su enemigo. Las tropas de Escipión, que han acampado a unos cuatro kilómetros, atacan a los cartagineses: primero con la infantería ligera y luego con el grueso de su ejército, desplegando una maniobra de tenaza para rodear al ejército enemigo. Asdrúbal pierde el combate y huye, llevándose, eso sí, el tesoro y los elefantes. “Es la batalla de Baécula, una de las importantes de la Segunda Guerra Púnica, que enfrenta a las dos potencias del momento por el dominio del Mediterráneo, casi una guerra mundial”, apunta el arqueólogo Arturo Ruiz.
La historia, los detalles de esta batalla, la cuentan los historiadores romanos Polibio y Tito Livio. Pero, ¿dónde se libró exactamente? ¿Qué cerro era ese en el que se defendió Asdrúbal y atacó Escipión? ¿Por dónde avanzó uno y huyó el otro? Un equipo de arqueólogos de la Universidad de Jaén afirma haber descubierto el lugar del combate y encontrado el rastro de las tropas en sus movimientos sobre el terreno. Los investigadores están leyendo los vestigios directos para entender qué pasó. Lanzas, puntas de flecha y de jabalina, tachuelas de las sandalias, proyectiles de los honderos baleares que lucharon en las filas cartaginesas, broches de los ropajes, espuelas… incluso piquetas de las tiendas de acampada o los agujeros donde clavaron los de Asdrúbal la empalizada de protección, han salido a la luz en los últimos años. En total, estos arqueólogos han recuperado ya más de 6.000 objetos, dos tercios de ellos asociados al acontecimiento del 208 a C. Los ejércitos de las dos potencias, afirman, se enfrentaron en el cerro de Las Albahacas cerca de la actual localidad de Santo Tomé (Jaén), un lugar estratégico de acceso a la cuenca del Guadalquivir desde Cartago Nova (Cartagena) que Escipión había conquistado el año anterior. Asdrúbal estaba a tiro de las minas de cobre y plata de Cástulo. Una región importante para unos y para otros.
Es arqueología de una batalla, de un acontecimiento efímero, algo insólito en la tradición de unas investigaciones que suelen ocuparse de ciudades, templos, tumbas o infraestructuras que perduran durante siglos. “Hasta ahora solo se había excavado así una batalla de la antigüedad, la de Teotoburgo, en Alemania, de romanos contra los germanos, y es muy posterior, del año 9 aC.”, recalca Juan Pedro Bellón, del Instituto Universitario de Investigación en Arqueología Ibérica (Universidad de Jaén). “Hay alguna batalla excavada con una metodología similar, pero del siglo XIX, en concreto la de tropas estadounidenses contra indios en Little Big Horn, y algunos campamentos militares, pero nada más”, añade su colega Manuel Molinos. Por ejemplo, las batallas de Aníbal en Italia se sabe que fueron en Tesino, Trebia, Trasimeno y Cannas, pero no en qué sitio exactamente, dice Bellón, ni hay restos arqueológicos de ellas.
Con las detalladas descripciones de los historiadores romanos, los investigadores del Instituto de Jaén se plantearon, hace una década, encontrar los vestigios de la batalla de Baécula. “El general cartaginés recorría entonces los parajes de Cástulo, alrededor de la ciudad de Bécula, no lejos de las minas de plata. Informado de la proximidad de los romanos cambió de lugar su campamento y se procuró seguridad por un río que fluía a sus espaldas”, escribió Polibio. Y Tito Livio: “El ejército de Asdrúbal estaba cerca de la ciudad de Bécula y por la noche Asdrúbal replegó sus tropas a una altura. Por detrás había un río. La altura, que tenía una explanada en la parte más alta, por delante y por los lados ceñía todo su contorno una especie de ribazo abrupto”.
Los arqueólogos emprendieron una labor casi detectivesca para dar con el lugar de los hechos, con la ayuda de los textos clásicos y técnicas topográficas avanzadas, además de la observación directa sobre el terreno. “Schulten, en 1925, situó la batalla de Baécula al sur de Bailén, pero lo descartamos, porque la geografía no se ajustaba a las descripciones de Polibio y Tito Livio”, cuenta Arturo Ruiz, arqueólogo de la Universidad de Jaén que puso en marcha el proyecto de Baécula. También se habían propuesto otras localizaciones. Poco a poco, el equipo fue identificando posibles cerros y haciendo catas arqueológicas con detectores de metales, hasta que en el cerro de Las Albahacas empezaron a aparecer restos acordes con un enfrentamiento entre dos ejércitos. Desde 2006, realizan excavaciones en el lugar y participan en los estudios una veintena de expertos: topógrafos, numismáticos, conocedores de armamento antiguo, especialistas en paleoclima y en análisis químicos.
La investigación, financiada por el Plan Nacional de Investigación Científica, es una labor ardua y extensa. El teatro de operaciones se extiende por 400 hectáreas, aunque las prospecciones más intensas se centran en 20 hectáreas. Los arqueólogos han hecho decenas de transectos (líneas de prospección con los detectores de metales) y centenares de cuadrículas.
En el 209 a C los romanos han tomado Cartagena y, un año después entran en la zona del alto Guadalquivir, dominado por los cartagineses. Aníbal ha estado en ese territorio de importancia estratégica antes de dirigirse a Italia, recuerda Bellón. Y en la península Ibérica permanecen tres ejércitos cartagineses: dos de ellos al mando de los hermanos de Aníbal, Asdrúbal Barca y Magón Barca, y otro al mando de Asdrúbal Giscón. “La batalla de Baécula abre el control de la Bética a Roma y, en adelante, Andalucía será su almacén de aceite, trigo y minas de plata y plomo”, explica Ruiz. “Según una teoría, Escipión entra en Andalucía por Despeñaperros, pero nosotros sostenemos que lo hace por el valle del río Guadiana Menor”, apunta Bellón. Quiere evitar que Asdrúbal llegue a Italia para apoyar a su hermano Aníbal y, a la vez, evitar que se unan los otros dos ejércitos cartagineses.
La historia solo contaba con las fuentes de una de las partes en conflicto, explica Ruiz. “Y los romanos ensalzan a Escipión como gran estratega que planifica el movimiento envolvente de su ejército, que afronta la dificultad y dureza de la batalla de Baécula y que, al final, derrota a Asdrúbal”, comenta Bellón. Pero ahora los arqueólogos intentan leer directamente las pruebas para averiguar qué paso. Apenas aparecen en el cerro armas cortas, lo que indica que el enfrentamiento cuerpo a cuerpo fue limitado. Sin embargo, añade Bellón, hay muchas armas arrojadizas, como lanzas, flechas, proyectiles de los honderos baleáricos y dardos.
“Asdrúbal elige el cerro sabiendo que es un punto defensivo estratégico para defenderse y para preparar la huida”, continúa Bellón. “Los romanos establecen su campamento a unos cuatro kilómetros e, inmediatamente, fuerzan la batalla atacando a los cartagineses. Tienen desventaja teórica sobre el terreno ya que atacan cuesta arriba, pero tienen ventaja numérica”. No está claro cuántos hombres participaron en la batalla. Tito Livio habla de 70.000 (40.000 romanos y 30.000 cartagineses). Puede ser exagerado. Los arqueólogos de Jaén lo dejan en unos 15.000en total.
“Ni Polibio ni Tito Livio son contemporáneos de los hechos, y escriben basándose en la abundante documentación romana, aunque el primero, que nació en 200 a C, se considera una fuente más fidedigna porque escucharía datos de primera mano. De los cartagineses no hay testimonios porque la ciudad de Cartago fue arrasada al final de la Tercera Guerra Púnica, cuando los romanos finalmente se hicieron con el poder absoluto del Mediterráneo”, apunta Molinos.
Después de Baécula, Escipión permanece poco tiempo en el campamento del cerro que ha tomado al enemigo. Asdrúbal huye y llega a Italia, en el 207 a C. Una vez allí, envía dos emisarios a Aníbal, pero los romanos los interceptan y atacan: Asdrúbal muere en la batalla de Metauro.

martes, 5 de marzo de 2013

El mayor estudio del Holocausto afirma que hubo más de 15 millones de víctimas

Imagen del gueto de Varsovia
 
http://www.abc.es/ Emili J Blasco, Washington, 5/III/2013
Auschwitz y el gueto de Varsovia han simbolizado tanto el Holocausto que ha habido poco esfuerzo de memoria colectiva sobre los miles de pequeños lugares donde el nazismo también llevó a cabo sus planes de aniquilación humana. Los centros de exterminio en masa están bien documentados, pero faltaba aplicar el microscopio. Eso es lo que está haciendo el Holocausto Memorial Museum de Washington con su proyecto de «Enciclopedia de Campos y Guetos».
El resultado, hasta la fecha, es un mapa de 42.500 campos de concentración, guetos, factorías de trabajos forzados y otros lugares de detención extendidos a lo largo de buena parte de Europa, de Francia a Rusia. En total, entre 15 y 20 millones de personas murieron o estuvieron internadas en esos centros, en su mayoría judíos, pero también integrantes de los otros grupos perseguidos por el nazismo, como gitanos y homosexuales, así como otra población de vastas zonas de Polonia, países bálticos y la URSS.
«Las cifras son más altas de lo que originalmente pensamos. Ya de antes sabíamos qué horrible era la vida en los campos y guetos, pero los números son increíbles», asegura Hartmut Berghoff, director del German Historical Institute de Washington, donde un foro académico se hizo eco de las nuevas investigaciones, avanzadas por el «New York Times».
Las cifras, fruto de aportaciones de más de cien historiadores locales, rastreadas a partir de testimonios de víctimas, hablan por sí solas: 30.000 campos de trabajo forzado (los «esclavos» del nazismo), 1.150 guetos judíos, 980 campos de concentración, 500 burdeles de prostitución obligada, y miles de centros para practicar la eutanasia sobre personas dementes y mayores o forzar abortos.
Los números tienen diversas consecuencias. Una es la constatación de que difícilmente la población alemana podía ignorar lo que estaba en marcha. En Berlín, por ejemplo, los investigadores han documentado unos 3.000 campos y «casas judías» donde se concentraba a detenidos antes de su deportación hacia el Este. Según Martin Dean, editor del nuevo tomo de la Enciclopedia, el segundo de cinco, «literalmente no podías ir a ningún lugar en Alemania sin toparte con campos de trabajo forzado, campos de prisioneros de guerra, campos de concentración… Estaban en todas partes». De manera que, insiste, no son sostenibles las alegaciones de muchos ciudadanos alemanes de que en su día no fueron conscientes de lo que ocurría con sus vecinos judíos.
Otra consecuencia es que puede aumentar el número de pleitos judiciales de las víctimas para recibir compensaciones económicas. Hasta ahora ha habido procesos que han implicado a grandes corporaciones industriales que se aprovecharon de la mano de obra esclava del Tercer Reich, pero pocas veces ha sido posible exigir indemnización a empresarios más modestos.
La documentación llega a localizar lugares de trabajos forzados de escaso volumen, como el grupo que era enviado a la casa de una ferviente nazi conocida como «Hermana Pía», donde internos del cercano Dachau eran conducidos para cuidar el jardín y hacer otros trabajos de la casa, así como construir juguetes para los hijos de la familia. «¿Cuántas reclamaciones han sido rechazadas porque las víctimas estaban en un campo que ni siquiera sabíamos cómo se llamaba?», se pregunta en el «New York Times» Sam Dubbin, un abogado de Florida que representa a varios clientes que buscan compensaciones de varias compañías de seguros europeas.
La investigación para hacer un mapa completo de la geografía de los campos y guetos del nazismo tuvo un decisivo impulso con la apertura y sistematización de los archivos que pertenecieron a la antigua Unión Soviética. Según un portavoz del Museo del Holocausto de Washington, «al estar disponibles en las últimas décadas han sido particularmente cruciales para identificar guetos en lugares como Lituania y la Federación Rusa, que apenas eran mencionados en la documentación alemana». «Muchos de ellos fueron creados solo justo antes de las deportaciones o de los fusilamientos masivos, por lo que existieron poco tiempo», apunta Dean.
Por lo demás, en ocasiones las historias personales de muchas víctimas quedaban focalizadas por su paso o muerte en uno de los grandes campos de exterminio, sin tener en cuenta otros lugares de detención por los que habían pasado. Es el caso de Henry Greenbaum, voluntario en el Museo. A los doce años estuvo en el gueto de Starachowice, la población polaca en la que vivía. Luego fue trasladado a un campo de trabajo próximo, mientras su familia era llevada a Treblinka. Fue deportado a Auschwitz, pero después salió para trabajar en una planta química con otros cincuenta prisioneros. De allí pasó a otro campo de trabajo, cerca de la frontera checa. A los 17 años llegó a estar en cinco lugares, «y nadie sabe de ellos; todo debería documentarse, es importante para los más jóvenes».  

El terror que infundió Stalin acabó con él

 
http://www.abc.es/ Madrid, 5/III/2013
El 5 de marzo de 1953, «a las 21,50 horas (hora española: 19,50), dando síntomas de creciente insuficiencia cardiovascular y respiratorias, J.V. Stalin falleció», rezaba el dictamen transmitido por Radio Moscú. Habían pasado cuatro largos días desde que encontraran al dictador ruso de 73 años tendido sobre la alfombra de sus habitaciones en la «dacha» (casa de campo) de Kuntzevo, cercana a Moscú. Había sufrido una hemorragia cerebral, pero nadie le atendió durante horas por el terror que le infundía y aún después ni los médicos se atrevieron a tratarlo para que no les culparan de su muerte.
El 28 de febrero había invitado al ministro de asuntos interiores Lavrentiy Beria y a los futuros primeros ministros Georgy Malenkov,Nikolai Bulganiny Nikita Kruscheva una de sus habituales sesiones cinematográficas cuyas listas de invitados indicaban el favor del tirano soviético. La cena que siguió a la proyección de la película se alargó hasta que a las cuatro de la madrugada Stalin se retiró a sus aposentos.
Los guardias no advirtieron ningún movimiento en el estudio y las habitaciones de Stalin durante horas. Hacia las seis y media de la tarde se encendieron las luces, pero nada más. La preocupación de su guardia personal fue en aumento mientras discutían entre ellos si alguno debía ir a ver a Stalin. Con el pretexto de entregarle el correo, el comandante delegado de la «dacha», P.Lozgachev, entró finalmente y encontró a Stalin tendido en el suelo. «¿Qué pasa, Camarada Stalin? En respuesta oí un sonido incoherente», relató después este empleado que llamó con urgencia a otros guardias. Entre todos lo tendieron en un sofá y lo arroparon. «Debía de haber estado tirado allí, desamparado, desde las 7 ó las 8 p.m.», reveló después Lozgachev quien se quedó junto a Stalin hasta que a las tres de la mañana oyó un coche que se acercaba. «Me sentí mejor, creí que al fin habían llegado los médicos y podría dejar a Stalin en sus manos. Pero me equivocaba: eran Beria y Malenkov».
Beria aseguró entonces que Stalin dormía y ordenó que dejaran de molestarle, según los testimonios que recogió Vladimir Soloviov. El historiador ruso reflexionaba en 1993 en ABC: «Ninguno de los allegados a Stalin quería salvarlo. Todos querían que muriera. ¿Miedo? ¿Paranoia? ¿O no era más que la apreciación sensata y equilibrada de la situación? ¿Simple instinto de supervivencia?».
No han faltado desde entonces teorías que implican a Beria, el jefe de los servicios de seguridad, en un complot para provocar su muerte. Unas sostienen que no envió ayuda inmediatamente de forma intencionada. Según el historiador ruso Vladimir P. Naumov y Johathan Brent (Universidad de Yale), Stalin habría sido envenenado con warfarina, un matarratas que le habría provocado la apoplejía. Kruschev afirmó en sus memorias que Beria llegó a alardear de haberlo matado diciendo: «¡Yo lo maté! Los salvé a todos ustedes». Al parecer, éste temía ser eliminado en una de las purgas de Stalin.
Hasta el día siguiente no llegaron los médicos. «Estaban enormemente nerviosos. Sus manos temblaban muchísimo, no podían quitarle la camisa al paciente y tuvieron que cortarla con tijeras. Luego de echar un vistazo, diagnosticaron una hemorragia interna. Empezaron a tratarlo: una dosis de alcanfor, lixiviaciones, oxígeno. Ni pensar en tratamiento quirúrgico. ¿Qué cirujano habría cargado con semejante responsabilidad cuando Beria no dejaba de hacer preguntas como: «¿Garantiza que el camarada Stalin vivirá?», se preguntaba Lozgachev.
Ninguno de los doctores conocía a Stalin. Era la primera vez que lo examinaban y no era de extrañar su temor. «Todos los médicos del Kremlin estaban tras las rejas para entonces», relataba Soloviov. El tirano ruso los había mandado arrestar con la sospecha de que participaban en una conspiración sionista. En los últimos años la paranoia del mandatario soviético se había disparado.
Vasily, el hijo de Stalin que «como de costumbre estaba achispado», según el historiador ruso, al enterarse del tiempo que se había tardado en atender a su padre gritó: «¡Ustedes mataron a mi padre, hijos de puta!»
Antes de que Stalin falleciera, sus sucesores ya se repartieron los puestos que ocupaba el dictador. Su hija, Svetlana Alliluyeva que se cambiaría el nombre por el de Lana Peters y años después huiría de la URSS, censuró el comportamiento de Beria. «¿Cuáles eran sus pasiones? La ambición, la crueldad y el poder, el poder el poder...», señalaba al recordar cómo escupía para luego mostrarse como el más leal y más atento en los momentos en que Stalin recobraba la consciencia.
Casi al final, el tirano abrió los ojos. «Era una mirada horrible, llena de locura de cólera tal vez o de pavor ante la muerte», relató Svetlana Alliluyeva. «Aquella mirada se posó en todos durante una fracción de segundo. y entonces levantó su mano izquierda, que aún podía mover, y no sé si señaló vagamente por encima de nosotros o nos amenazó a todos. El gesto era incomprensible pero amenazador, y no sé a quién o a qué se dirigía. Un momento después su alma, con un esfuerzo final, se libró de su cuerpo». Para Kruschev, Stalin señaló un cuadro con una niña que alimentaba a un corderito refiriéndose a él mismo, que en esos momentos era alimentado con una cuchara «como ese corderito».
El cuerpo del dictador, en cuyas purgas murieron unos 10 millones de personas, fue embalsamado y colocado en el mausoleo de Lenin hasta que en 1961 fue retirado a instancias de Kruschev y enterrado junto a la muralla del Kremlin.